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La necesidad de avivar el fuego de nuestra fe

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Por lo general, la vida cristiana de muchos inicia con un amor ferviente por Dios, y en la medida que maduramos, experimentamos también un amor por Su pueblo y por Su causa. Esos primeros años se caracterizan por una fe que luce vibrante y una creciente relación con Dios, donde el carácter del creyente está siendo transformado a la imagen de Cristo y el fruto del Espíritu Santo puede verse claramente en su vida. Sin embargo, con cierta frecuencia vemos cómo el fervor de ese primer amor comienza a menguando con el paso del tiempo, como les sucedió a los miembros de la iglesia en Éfeso (Apocalipsis 2:1-7). 

Sin duda, existen múltiples factores que afectan la calidad de nuestro amor por Dios y que contribuyen a que nuestra vida de fe y comunión con Él se vea afectada. Pero aunque es frecuente que esto ocurra, debemos procurar mantener vivo en todo momento el fuego de nuestra fe para poder tener mayor intimidad con Dios y para que nuestro caminar en el Señor no pierda vigor ni dirección. Con ese propósito en mente, a continuación, una breve lista de disciplinas espirituales que contribuirán a mantener el fervor de nuestra fe.

En primer lugar, procuremos el estudio, meditación y aplicación de la Palabra de Dios. La autosuficiencia nos hace creer que no necesitamos leer y escudriñar la Palabra de Dios cada día porque constantemente estamos leyendo diferentes tipos de literatura basada en la Palabra. El problema es que esa literatura cristiana, aunque es acerca de la Palabra, no tiene el poder intrínseco para transformar vidas, algo que solo la Palabra de Dios puede hacer. Ahora bien, lo importante no es solo cuánto conocemos de la Palabra, sino cuánto de lo que conocemos estamos aplicando en nuestras vidas. Cada vez que estudiamos las Escrituras debemos meditar en los preceptos del Señor y aplicarlos a nosotros mismos antes de buscar su aplicación en la vida de los demás. Las palabras que leemos o escuchamos a través de un libro o un sermón no son para otros, son para nosotros. Un pastor, por ejemplo, no tiene el derecho de predicar el evangelio a otros si antes no ha aplicado las verdades del evangelio a su propia vida. La congregación no solo necesita escuchar un mensaje, sino que también necesita verlo hecho realidad en la vida de aquellos que predicamos.

En segundo lugar, necesitamos una vida continua de oración. A través de la oración, el creyente cultiva intimidad con Dios y recibe aliento para perseverar en el camino de la fe. Es mediante la oración que el Espíritu Santo toma los pasajes de la Escritura que hemos leído y los hace bajar de nuestra mente a nuestro corazón de manera que podamos aplicarlos a nuestra vida diaria. Es gracias a una vida de constante oración  y de consumo de la Palabra que nuestros ojos son abiertos a la realidad de nuestra pobreza espiritual.

En tercer lugar, debemos tener una vida de arrepentimiento. No nos referimos a  momentos de arrepentimiento, sino una vida caracterizada por una continua actitud de arrepentimiento. Personalmente, con escasa frecuencia pasa un día sin que me acerque   a Dios iniciando con palabras de arrepentimiento, aunque ningún pecado específico venga a mi mente. Ninguno de nosotros ha cumplido la ley de Dios ni un solo día; todos los días la transgredimos, ya sea de palabra, de comisión o de omisión. Podemos ignorar tales pecados, pero Dios los conoce muy bien. Ninguno de nosotros vive en completa conformidad con la ley de Dios, por lo tanto, necesitamos arrepentirnos continuamente. 

En cuarto lugar, necesitamos una comunidad de creyentes. Los ministerios de consejería bíblica más sólidos afirman que el Espíritu Santo hace Su mejor trabajo en medio de la comunidad de creyentes. Es en la medida en que hacemos vida de iglesia y compartimos nuestras vidas con otros cristianos que somos estimulados al amor y a las buenas obras cuando en medio de nuestras luchas nos exhortamos unos a otros (Hebreos 10:24-25).

En quinto lugar, debemos ejercitar nuestros dones y talentos. El apóstol Pablo exhortó a Timoteo a no descuidar el don que Dios había puesto en él (1 Timoteo 4:14). Cristo nos ha dado dones y talentos a través del Espíritu Santo para la edificación de Su Iglesia y para alabanza de Su gloria (Efesios 4:10-12). Cuando esos dones y talentos caen en desuso, nos enfriamos espiritualmente porque no estamos cumpliendo con el propósito de Dios. Sin embargo, cuando los ponemos en práctica, nuestra fe es avivada al sentir el gozo de ser usados por Dios para glorificar Su nombre y ser de bendición a Su pueblo.

En sexto y último lugar, necesitamos un sistema de rendición de cuentas. Es bueno y recomendable tener un grupo de hermanos con el que nos podamos reunir ocasionalmente para rendir cuentas de nuestro caminar en la fe. Pero la mejor rendición de cuentas es la que ocurre de manera natural al relacionarnos con otros creyentes en el día a día mientras hacemos vida en comunidad.

Concluimos exhortándole a seguir el consejo de Pablo a su joven discípulo Timoteo:

«Retén la norma de las sanas palabras que has oído de mí, en la fe y el amor en Cristo Jesús. Guarda, mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros, el tesoro que te ha sido encomendado» (2 Timoteo 1:13-14).

Solo permaneciendo firmes en la verdad del evangelio de Cristo podremos mantener vivo el fuego de nuestra fe.