Adoramos a un Dios que es uno en esencia, pero tres en persona. Si esto es verdad, y sabemos que lo es (1 Juan 5:7), entones Su esencia debe ser la misma en cada persona. Por lo tanto, esperamos ver el fruto del Espíritu en Cristo y, al estudiar las Escrituras, realmente vemos cómo Él exhibió perfectamente todo el fruto mientras caminó en esta tierra dándonos el ejemplo perfecto de cómo vivir poderosamente en el poder del Espíritu. ¿Y cuál es el fruto del Espíritu? Es “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio” (Gálatas 5:22-23).
El primero que veremos es el amor. Como Él es amor (1 Juan 4:16), todo lo que hizo fue en amor. Dejó Su trono, se despojó de Su gloria para humillarse y en obediencia al Padre morir en una cruz (Filipenses 2:6-8), ¿y para qué? Para pagar una deuda que nos era imposible pagar. Y luego regresar a la misma gloria que tenía antes de venir. Un sacrificio totalmente desinteresado a favor de nosotras, Sus enemigas. ¡Nadie ha tenido un amor mayor que este, convertir a enemigos en amigos! (Juan 15:13).
El segundo es el gozo; que es eterno y no puede verse disminuido por circunstancias difíciles. Jesús, el autor y consumador de nuestra fe, soportó la cruz, ¿y por qué? Por el gozo puesto delante de Él. Él menospreció la vergüenza para que vivamos para siempre con Él en gloria (Hebreos 12:2). Y este mismo gozo se nos regala para que a pesar de las tribulaciones que encontramos aquí, recordemos de que cuando lo volvamos a ver, tendremos un gozo que nadie nos podrá quitar (Juan 16:22).
El tercero es la paz. Él es el Príncipe de Paz (Isaías 9:6) que nunca la perdió ni siquiera cuando fue juzgado injustamente. Como ejemplo, vemos cuando frente al gobernador Pilato y los religiosos que lo acusaban falsamente, Él permaneció en silencio (Mateo 27:11-12). Y Él nos da esta misma paz (Juan 14:27) por el resto de la eternidad (Isaías 9:7). Cuando lleguemos a Su reino encontraremos justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Romanos 14:17).
El cuarto es la paciencia. Jesús, la segunda Persona de la Trinidad, nuestro ejemplo perfecto, toleró pacientemente todos los inconvenientes y tribulaciones de vivir en un mundo caído para salvarnos. Incluso en la cruz, después de ser humillado, atormentado y torturado por las mismas personas que vino a salvar, mientras estaba colgado en la cruz dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Él mantuvo Su enfoque en el Padre y, en el poder del Espíritu Santo, sufrió la cruz reconociendo lo que Su sufrimiento lograría.
El quinto es la benignidad. Venir a la tierra para que Sus enemigos pudieran convertirse en coherederos es algo que está más allá de nuestro entendimiento. Un ejemplo específico es cuando curó la oreja del siervo del sumo sacerdote durante Su arresto después de que Pedro se la cortó. Fue una demostración física (hacerla completa de nuevo) de algo que Él estaba haciendo espiritualmente: hacernos completos (Tito 3:4-5).
El sexto es la bondad. Nuestro buen Pastor dio Su vida para darnos entrada a Su reino (Juan 10:11). El evangelio es “la buena noticia” de que nuestro buen Salvador hizo por nosotras lo que nos era imposible hacer. Todo lo que hizo fue bueno y Pedro testifica de “cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder, el cual anduvo haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con Él” (Hechos 10:38).
El séptimo es la fidelidad. Toda Su vida fue un ejemplo de Su fidelidad al Padre. Antes de la encarnación sabía todo lo que le sucedería y, a pesar de ello, lo hizo voluntariamente. En el huerto de Getsemaní, la angustia fue tal que sudó gotas de sangre (Lucas 22:44), sin embargo, continuó hacia la cruz. Él conocía Su objetivo… glorificar a Su Padre salvando a Su pueblo (Juan 12:27-28) y permaneció fiel hasta el fin.
El octavo es la mansedumbre. La palabra griega es “praus”, que también significa “humilde y manso”. Jesús dijo que vinieran a Él todos los cargados y cansados y Él les daría descanso; que aprendieran de Aquel que es manso y humilde de corazón (Mateo 11:28-29). ¿Y para qué? Para hacernos semejantes a Él. La mansedumbre no es debilidad sino fortaleza bajo control y conocerlo e imitarlo nos da la fortaleza de este fruto para vivir como Él vivió.
Y el ultimo es el dominio propio, la capacidad de controlar nuestro comportamiento. La segunda Persona de la Trinidad tenía y todavía tiene todo el poder a Su servicio, sin embargo, mientras caminó en esta tierra, voluntariamente no lo usó para completar Su misión… salvar a Sus enemigos. Se mantuvo fiel a Su llamado permitiendo que lo crucificaran. ¡Qué contraste! El Todopoderoso soportando la mayor injusticia que jamás haya ocurrido. Un ejemplo perfecto de dominio propio.
Y entonces, ¿qué hacemos con toda esta información? ¿La archivamos como una buena enseñanza? ¡Claro que no! Jesús nos dijo en Juan 13:34: “Un mandamiento nuevo les doy: ‘que se amen los unos a los otros’; que como Yo los he amado, así también se amen los unos a los otros”. Y nos da la razón en el siguiente versículo: “En esto conocerán todos que son Mis discípulos, si se tienen amor los unos a los otros”. Nos conocerán por nuestro amor y esto requiere que mostremos el fruto del Espíritu porque el amor verdadero no existe sin el fruto del Espíritu. “En esto es glorificado Mi Padre, en que den mucho fruto, y así prueben que son Mis discípulos” (Juan 15:8). ¡Caminemos entonces en Su Espíritu, reflejando al mundo el aroma de Cristo!