La piedra angular de la vida cristiana es el amor que debemos tener a Dios. Esta verdad fue revelada en el Antiguo Testamento en el libro de Deuteronomio, dado a la nación de Israel a través del profeta Moisés justo antes de entrar a la tierra prometida. Allí, leemos lo siguiente:
«Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor uno es. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza»(Deuteronomio 6:4-5).
Este versículo se convirtió en una plegaria que era repetida varias veces al día por los israelitas, conocida en hebreo como el «Shemá Yisrael», nombre que viene de las primeras palabras de dicho versículo: «Escucha, Israel». Con estas palabras, Moisés le recordó al pueblo cuál debía ser su prioridad.Y en el Nuevo Testamento vemos a Cristo haciendo exactamente lo mismo. Note sus palabras en el siguiente pasaje del Evangelio de Marcos:
«Cuando uno de los escribas se acercó, los oyó discutir, y reconociendo que Jesús les había contestado bien, le preguntó: “¿Cuál mandamiento es el más importante de todos?”. Jesús respondió: “El más importante es: Escucha, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con toda tu fuerza”»(Marcos 12:28-30).
Al responder, Cristo repitió el Shemá, pero le agregó la palabra «mente». Y como Él es el autor de la Palabra, Él tiene el derecho de hacerlo si así lo entendió apropiado. Con esto, el Señor Jesucristo nos dejó entender que debemos involucrar la mente en el proceso de amarle. En otras palabras, no solo nuestros afectos deben ser de Él, sino también nuestros pensamientos. La realidad es que nuestra mente debe llenarse de Su verdad e informar nuestros afectos para poder experimentar verdaderas emociones y no un simple sentimentalismo.
Lamentablemente, muchas veces la Palabra de Dios está presente en nuestras vidas solo en el plano intelectual, es decir, arraigada en nuestra mente pero sin echar raíces profundas de forma que pueda penetrar y transformar nuestro corazón, a fin de que, una vez transformado, todo nuestro ser esté dispuesto a mover nuestra voluntad en dirección de la Suya. Solo así, y con la ayuda del Espíritu Santo, podremos doblegar el orgullo y someter la mente de tal forma que amemos a Dios con todo lo que somos y por todo lo que Él es.
En ese sentido, amar al Señor con todo nuestro corazón y con toda nuestra mente implica que nuestro ser se deleita en las cosas que el Señor se deleita y aborrece todo aquello que Dios aborrece. Reflexione sobre esto por un momento y pregúntese cuanto de aquello en lo que se deleita a diario puede decir honestamente que le causa deleite porque reconoce que son cosas en las que el Señor también se complace. Piense, por ejemplo, en sus horas de entretenimiento; ¿cuánto de lo que le entretiene es agradable a Dios y cuánto es quizás abominación para Él?
Amar a Dios con todo nuestro corazón y con toda nuestra mente implica llorar por lo que el corazón de Dios llora, como las injusticias sociales que se cometen contra los débiles; contra los pobres; contra los extranjeros; contra las viudas y los huérfanos.
Amar a Dios con todo nuestro corazón supone que no hay cosa alguna que deseemos más que a Dios, o cosas que no estemos dispuestos a dejar por amor al Señor. Implica también que no hay relación que compita con nuestra relación con Él. Cristo dijo: «Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre y madre, a su mujer e hijos, a sus hermanos y hermanas, y aun hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo»(Lucas 14:26). En otras palabras, si amamos a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros cónyuges, a nuestros hermanos, o aun a nosotros mismos, más que a Dios, no somos dignos de ser llamados discípulos de Cristo.
Amar a Dios con todo nuestro corazón comprende amar las cosas que el corazón de Dios ama: Su Palabra, Su nombre, Su causa, Su cruz, Su Iglesia, Su pueblo. Cuando estas cosas son mencionadas, nuestras emociones se encienden porque amar a Dios con todo nuestro corazón es sentir entusiasmo por las cosas que Dios siente entusiasmo. Y amar a Dios con toda nuestra mente nos lleva a pensar cómo Él piensa a la hora de tomar decisiones y hacer las cosas. Y si duda de que sea posible para el ser humano pensar como Dios, recuerde que el apóstol Pablo nos asegura que nosotros, los creyentes, tenemos la mente de Cristo (1 Corintios 2:16). La mente de Cristo está plasmada en Su Palabra y mora en nosotros a través del Espíritu Santo. De manera que, entre la Palabra de Dios y el testimonio del Espíritu Santo, tenemos la mente de Cristo.
Amar a Dios con todo nuestro corazón y con toda nuestra mente implica someter todos nuestros pensamientos a Su voluntad y sumergirnos en Su mente, plasmada en las Escrituras, hasta que nuestra mente esté impregnada de las cosas de Dios. A fin de que pueda decirse de nosotros lo mismo que decía Charles Spurgeon de John Bunyan: «¡Si lo cortas, sangrará las Escrituras!».
De igual manera, cuando amamos a Dios con toda nuestra mente, con frecuencia nos encontramos pensando acerca de Dios, contemplando Su hermosura y saturando nuestra mente con Su Palabra. Cada cosa que somos capaces de hacer, la queremos hacer conforme a la voluntad de Dios. El apóstol Pablo nos exhorta en Romanos 12:2 a no adaptarnos a los patrones y formas de pensar de este mundo, sino a renovar nuestra mente, lo cual ocurre por obra del Espíritu Santo en la medida en que estudiamos y meditamos las verdades contenidas en las Escrituras. Por el contrario, si permitimos que el mundo le dé forma a nuestra manera de pensar, no podremos amar a Dios con toda nuestra mente y tampoco podremos conocer la voluntad de Dios: lo que es bueno, aceptable y perfecto.
Es nuestra oración que la Iglesia de Cristo alrededor del mundo pueda entender la gravedad de no amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con toda nuestra fuerza. Para el creyente, la consigna de la vida es y siempre deberá ser: «Para mi el vivir es Cristo y el morir es ganancia» (Filipenses 1:21). La razón de nuestro existir es Cristo y aun después de la muerte, solo Cristo. Nuestras vidas deben consumirse por la persona de Cristo, por las palabras de Cristo, por la causa y por el reino de Cristo. Todo lo demás, como bien dijo el apóstol Pablo, es basura (Filipenses 3:8). Pida a Dios que le ayude a recordar diariamente lo que Cristo hizo en la cruz del Calvario y que le permita responder de la misma manera en que Él lo hizo, entregando su vida por la causa de Dios.