“Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”
1 Tesalonicenses 5:18
El corazón me palpitaba rápidamente; tenía la mandíbula tensa y la respiración agitada. Sentada frente a mi computadora, sabía que, con tan solo un clic, se confirmaría si esa fiebre que mi hijo había tenido el día anterior se debía al Covid o no. Rafael había venido a visitarnos ese fin de semana. No había ningún indicador que me dijera que estaba enfermo. Habíamos salido a desayunar todos juntos y compartido el resto del día. Estaba de buen ánimo, activo y, como siempre, con muy buen apetito. Solo esa fiebre el sábado en la tarde. Antes de regresar a donde vive, quisimos que se hiciera una prueba de antígenos para descartar cualquier posibilidad de que fuera a contagiar a otros.
Había pasado más de un año desde aquel marzo del 2020, cuando el gobierno anunció la cuarentena debido a la pandemia del Covid, que también afectaba nuestro país. Reconozco que esos primeros meses afectaron mis emociones y mi fe. Las preguntas afloraban a mi mente continuamente mientras escuchábamos las noticias: ¿Cómo se estará haciendo el aguacatero frente a la estación de gasolina, si no puede salir a la calle? ¿Qué de la señora que vende café y té en la esquina? ¿Llegará esta “cosa” a mi hogar, a mi familia?
Al pasar el tiempo, la tensión fue disminuyendo y agradecíamos a Dios cada mes por sus bondades y favor hacia con nosotros porque no habíamos sido infectados por el virus.
¡Y ahí estaba yo ahora!, ¡sentada frente a la pantalla de la computadora, leyendo el resultado del laboratorio: “positivo”! Una vez más, sentí ese torrente de preguntas que se agolpaban en mi mente queriendo barrer la fe y la paz: ¡Suspendido el viaje familiar que planificamos para el fin de semana a la montaña! ¿Se le complicará el Covid a este muchacho? Mi mamá es muy mayor y él estuvo con ella ayer ¿se habrá ella contagiado?; desayunamos todos juntos ayer y él estuvo todo el tiempo sentado frente a mí, ¿seré yo la próxima? A mi esposo le acaban de diagnosticar una aneurisma en la aorta, ¡Por favor, Dios, ¡guárdalo a él! Inmediatamente contactamos a una hermana doctora amiga e iniciamos el tratamiento.
Al día siguiente, mi esposo tuvo fiebre, y también dio positivo. Los dos quedaron aislados en una habitación. Fue un tiempo agotador y de mucho estrés.
A los diez días del primer síntoma, Rafael tenía antígenos negativos regresando al lugar adonde vive, pero mi esposo se complicó con fiebre que no cedía y al llevarlo a la emergencia de un centro de salud y ser evaluado, nos informaron que debía ser internado pues tenía inicio de neumonía.
¡Dios mío!, ¿Qué es esto que estoy escuchando? ¿Qué lo van a ingresar sin que lo podamos ver? ¿Cubrirá el seguro todos los gastos de hospitalización? ¿Cómo consigo ese medicamento de alto costo que me piden? Reconozco hoy, que dar gracias, no fue lo primero que salió de mi corazón atribulado. Mi hija, que estaba a mi lado, me tomó de la mano y me invitó a que nos sentáramos en una salita y oráramos.
La Biblia nos enseña que la gratitud debe morar en el corazón de los cristianos y ser uno de los distintivos de nuestra vida diaria. (Colosenses 3:16-17). En 1 Tesalonicenses 5:18 leemos que, en cualquier situación, por más difícil o extraña que nos parezca, debemos dar gracias.
Contando cada hora que pasaba en un apartamento que me quedaba muy grande, los días transcurrieron entre diligencias para buscar medicamentos, viajes al hospital cada día para escuchar el reporte médico y viajes al Malecón para sentarnos frente al mar y orar.
Mientras tanto, en mi interior agitado, comencé a recordar y guardar cada uno de los detalles del cuidado, la gracia y el amor de Dios en ese tiempo difícil de tribulación pasajera. Ciertamente cada día había muchas razones para dar gracias a Dios.
Gracias porque a mi hijo le dio fiebre en la casa ese preciso fin de semana que no tenía previsto venir; gracias porque ni mi mamá, ni mi hija ni yo estuvimos contagiadas; gracias por la provisión de Dios para ingresar a mi esposo en la unidad de Covid de un centro de salud que nuestro seguro podía cubrir; gracias por la oportuna ayuda en mi hogar para esos días; gracias por esa preciosa joven amiga de mi hija que se apareció con almuerzo, jugos y café mientras esperábamos el ingreso; gracias por la bendición y el privilegio de pertenecer al Cuerpo de Cristo siendo evidente en tantas oraciones, llamadas y mensajes que trajeron consuelo y fortaleza a nuestros corazones; gracias por esos hermanos trabajando en el Ministerio de Salud que hicieron posible recibir medicamentos de alto costo en un tiempo récord y sin costo; gracias por la providencia de médicos que cuidaron de ellos constantemente; gracias por la presencia maravillosa y casi palpable de un Padre que me ama y me recordaba a cada instante: “No te dejaré, ni te desampararé” (Hebreos 13:5).
A ti, apreciada hermana que pudieras estar pasando por una situación similar, adonde te haces las mismas preguntas que yo me hice, te invito a que te detengas un momento, reflexiones y comiences a recordar y enumerar todos esos momentos adonde puedes identificar la Mano de Dios cuidando, proveyendo y sosteniéndote. Dios es bueno y es bueno siempre. Oro en este momento que pueda brotar gratitud de tu corazón, aun a través de tus lágrimas. Dios te bendiga.