La joven misionera camina sola por una calle de una villa en territorio indígena colombiano. De repente, escucha una motocicleta que se acerca lentamente; son dos hombres. Ella se pone tensa, pues desconoce sus intenciones. Ambos pasan y la miran de manera intimidante; sus rostros reflejan odio, dureza. No son indígenas, pero operan en esa zona. Son “ilegales” (paramilitares, guerrilleros, narcos, delincuentes, etc.). Quizás ven a esta joven como una posible “infiltrada”, como alguien que puede afectar sus actividades si sus ideas se extienden… quizás, quizás. Pasan junto a ella varias veces sin decir una palabra y luego continúan su camino.
Lo descrito anteriormente se repite durante la semana. Además, le llegan advertencias, rumores; cuando va de compras, alguien la interroga. Luego, se entera de que el interlocutor es un “líder ilegal”. Lleva años inmersa en esta situación. Como si fuera poco, ella está enferma y recibe noticias de que la salud de su madre está empeorando. Después de años de servicio desgastador, con pocos recursos, en el anonimato, la joven misionera decide regresar a su casa para poder cuidar a su madre y recuperarse físicamente.
Este panorama no es extraño. Colombia es el país de América con el puntaje más alto en persecución de cristianos, ocupando el puesto número treinta a nivel mundial en el 2022. Además de los problemas descritos con los “ilegales”, algunas etnias rechazan a sus miembros que se convierten al cristianismo, viéndolo como una traición a su cultura. Todo esto ocurre en el centro de América, no en Asia ni en África. Esta es la realidad que viven muchos de los que llevan las buenas nuevas del evangelio, no todos, pero sí algunos.
Tuvimos el placer de conocer personalmente a esta sierva de Dios. Conversando con ella, surgen preguntas e incluso ella misma se cuestiona. «¿Huyó?», pregunté. «No realmente», respondió ella. Es una retirada estratégica para luego regresar. Necesita recuperarse física, espiritual y emocionalmente, así como cuidar de su madre. Durante la conversación surgen términos como “burnout”, depresión, tristeza, fatiga… en fin, cualquier otra palabra que implique que se ha recibido mucha carga emocional y física durante años.
«¿Podrá cambiar de oficio o zona de servicio? ¿Habrá valido la pena?», son preguntas que están en mi mente. No soy yo quien debe responderlas, por lo tanto, me animo y le pregunto: «¿Valió la pena?». Le brillan los ojos, cobra vida, se incorpora en el asiento, algo sucede en su interior, y con lágrimas responde: «Por supuesto que valió la pena, muchos vinieron a salvación aceptando a Cristo, niños y familias escucharon el evangelio». Ella sigue y sigue mencionando cosas. Otros pueden añadir también las obras sociales (operativos médicos, fundación de escuelas, desarrollo social), la traducción de las Escrituras y muchas otras cosas positivas en este mundo, además de la salvación eterna. Sangre, sudor y lágrimas en medio del anonimato es la característica del servicio de estos hermanos en la fe.
Quiero hacer otra pregunta, con cuidado, no quiero ser irrespetuoso ni indolente, pero me animo y la hago: «¿Jesús es digno de esto?». Las lágrimas y la vitalidad aumentan; ahora somos dos los que estamos llorando. Entonces ella responde: «¡CLARO QUE ÉL ES DIGNO! Dio su vida por mí. Siendo Dios se hizo igual a mí, pasó necesidades en este mundo, murió crucificado y me adoptó para ser miembro de su familia. ¡Él es digno de usar mi vida como desee y aún más!». Ya no tengo más preguntas; es la misma respuesta que he escuchado de muchos como ella. Vuelvo a recordar y me digo: ¡Jesús es digno! Es merecedor de todo lo que hagamos por Él. Es hora de secarse las lágrimas, comer algo, recuperarnos y volver a la batalla. ¡Él es digno!
“Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque Tú fuiste inmolado, y con tu sangre compraste para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. Y los has hecho un reino y sacerdotes para nuestro Dios; y reinarán sobre la tierra”
(Apocalipsis 5:9b-10).