“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, más tenga vida eterna.”
(Juan 3:16)
Amada, ¿te gustan los regalos? ¿Ser sorprendida con un detalle? Por ejemplo, cumples años y te regalan flores, o como un acto de servicio, estás enferma y alguien te prepara una comida y te la lleva, o quizás, de los más sacrificados, como que necesitas un riñón o un pulmón para vivir, y alguien te lo dona. También están los presentes en la naturaleza, que el Señor nos permite disfrutar, tales como: Ver un amanecer o un atardecer, disfrutar un jardín florido, contemplar desde una montaña un hermoso paisaje, ver el cielo reflejado en el mar, observar una noche llena de estrellas; son regalos impresionantes, ¿no?
Estos que les acabo de mencionar y otros, son realmente hermosos, y aunque vengan de diferentes manos, al final provienen de la mano de nuestro Dios. De todos ellos, que a diario Él nos da, hay uno, que es el más grande de todos, que no tiene otro igual, que nos lo dio una vez y para siempre, que no se compara a nada conocido, que es nuestro mejor regalo, el cual es tan maravilloso y hermoso, y no es más que nuestro Señor Jesús, quien nos ha sido dado por amor y gracia.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, más tenga vida eterna.” (Juan 3:16)
¿Puedes imaginarte un mejor regalo que éste? ¡Imposible! Él se humilló, fue a la cruz por amor, es lo más grandioso que ha provisto nuestro Padre Celestial; dio Su vida por nosotras, para que no nos perdiéramos, y para darnos salvación. En la Biblia, muchos apreciaron, adoraron y amaron este regalo. Hoy quiero que veamos dos de ellos que aguardaron su llegada: Simeón y Ana, dos fieles siervos del Señor.
Leemos en Lucas 2:29-32, “Ahora, Señor, permite que tu siervo se vaya en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; LUZ DE REVELACIÓN A LOS GENTILES, y gloria de tu pueblo Israel.”¡Qué expresión tan conmovedora de un hombre que tenía una fe extraordinaria en nuestro Señor! Simeón era uno del remanente fiel de los judíos, un hombre justo y piadoso, que estaba esperando la venida del Salvador. El Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte sin antes ver al Cristo del Señor (Lucas 2:26).
Por la expresión de Simeón podemos darnos cuenta, que al recibir lo que había esperado con ansias, para él era lo más grande: ver al Mesías antes de morir y poder irse en paz; eso no tenía comparación con nada más. ¡Ya estaba listo para partir! ¡Cuán precioso y amado era Jesús a los ojos de este siervo!
También leemos en Lucas 2:36-37,“Y había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Ella era de edad muy avanzada, y había vivido con su marido siete años después de su matrimonio, y después de viuda, hasta los ochenta y cuatro años. Nunca se alejaba del templo, sirviendo noche y día con ayunos y oraciones”.
Al igual que Simeón, ella esperaba la llegada del Mesías prometido.
William MacDonald en su comentario bíblico, dice que “Ana debía tener entonces más de cien años, porque había estado casada durante siete años y luego viuda por ochenta y cuatro años”. O sea, ochenta y cuatro años adorando y sirviendo a Dios, ¡Wao! Es impresionante como la edad avanzada de esta mujer no le impedía servir al Señor; es claro que, a sus ojos, nuestro Señor Jesucristo era hermoso, digno de recibir adoración, de ser servido y de esperar todos esos años adorándole; sin duda ella lo tenía como su mayor regalo.
Podríamos seguir hablando de ellos dos, y cómo son ejemplo para nosotras, pero ¿Qué de ti y de mí, hermana? ¿Estamos adorando y sirviendo a Dios como Él es digno? ¿Lo estamos viendo como un precioso tesoro? ¿Es Él nuestro mayor regalo? Si no es así, tenemos que arrepentirnos, pedirle al Señor perdón y que nos vuelva al primer amor; Jesús es nuestro primer amor, y nada ni nadie puede reemplazarlo. Cuando no lo estamos viendo como el más grande tesoro, es que nuestros afectos están en otros lugares, están divididos, estamos compartiendo con otros amores el lugar que sólo le corresponde al Señor; nos hemos desviado y hemos quitado la mirada de Jesús. ¡Nos toca devolvernos y reenfocarnos en Él!
El sacrificio de Jesús es la mayor dádiva que una persona puede recibir, Su sangre nos lavó y nos compró. Él es nuestro dueño, le pertenecemos a Él y a nadie más, ninguna cosa o persona puede arrebatarnos de Sus manos. Él se dio a sí mismo como ofrenda de expiación por nuestro pecado, ¿acaso no es esto asombroso y maravilloso? Amada hermana, si Dios tanto nos amó, que dio su propia vida por nosotras para salvarnos de nuestros pecados y nuestra vana manera de vivir, y darnos vida eterna, ¿no podríamos nosotras vivir por Él y para Él? Yo no sé tú, pero yo me estremezco de sólo pensar en Su amor, un amor tan puro, tan grande, tan paciente, tan fiel, tan entregado, tan inmerecido, y si sigo no termino. Saber que Dios me ama a pesar de mí, de mis muchas faltas, es sin dudas, mi mayor consuelo, y si para ti que estás leyendo, no lo es, mi oración es que también lo sea.
Tal vez te estarás preguntando cómo luce una vida que valora a Jesús como su mejor regalo. Una vida así refleja el gozo del Señor, es una vida de alabanza, llena de gratitud, fe, esperanza, amor y servicio al Señor, tal como nos muestran Simeón y Ana. Habría que mencionar muchas otras cosas, pero en pocas palabras, es una vida consagrada al Señor, que todo lo que hace es para honra y gloria de Dios. Hay una belleza indescriptible en la consagración al Señor, sólo vemos estos pasajes que hablan de Ana y Simeón, pero podemos imaginarnos la gran belleza que reflejaban sus vidas, por la gran fe que tenían; quiera Dios que esa sea la clase de vida que anhelemos tener, llena de fe y de gozo, que muestre a Cristo. Si nuestro amado Padre nos entregó por amor lo más preciado que tenía, cubierto, no en la envoltura que nuestras mentes finitas hubiesen imaginado, pero sí en la mejor, escogida según su voluntad, con una corona de espinas en su cabeza, que hería su sien, con Su precioso rostro desfigurado y su cuerpo herido, clavado en un madero cubierto con sangre, la sangre preciosa de Jesucristo, nuestro Salvador. ¿Cuál va a ser nuestra respuesta ante tan grande amor sacrificial? Al escribir esto, yo misma estoy siendo confrontada por el Espíritu Santo que mora en mí, su sufrimiento ha sido mi salvación; no merecía tanto amor, pero al Señor le plació dármelo, como le ha placido dártelo también a ti; así que, ¡gloria a Dios por eso!
Oro para que nuestra respuesta, sea una de gratitud y entrega total, sin reservas ni medida. Hermana, no sigamos dándole migajas al Señor, démosle todo, valorémosle como el más grande y mejor regalo, ¡Él es digno!