“Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”
(Juan 14:6 Reina Valera 1960)
En esta era de tanto relativismo, que se niega aceptar de manera absoluta la verdad del Evangelio y se abre a un mundo de posibilidades, pararnos a decir que Jesús es la única verdad, el único que puede darte vida y llevarte a una eternidad de bien, es como poner en sus oídos un sonido desgarrador. El mundo se niega a aceptar que solo hay un camino para la salvación del alma humana.
Ahora preguntémonos, ¿Cómo podemos vaciarnos de nosotras mismas, de nuestro mundo interior, de todas esas ideas creídas por años, que van en contra de la Palabra de Dios, si no estamos tomando del pozo de agua de vida eterna? ¿Cómo podremos renunciar a los deseos pecaminosos que tenemos, si no nos hemos extendido más allá, para tomar el escudo de la fe que nos libra de los ataques externos, a los que continuamente estamos expuestas?
El camino al cielo es Jesús, su persona, sus palabras que son eternas y su vida que fue única. Nos dejó ejemplo para que siguiéramos sus huellas y entendiéramos que renunciando a nuestra naturaleza caída es que vamos a encontrar nuestra mayor plenitud.
El Señor Jesús nos pide una respuesta, un accionar ante su llamado; nos dice que tomemos nuestra Cruz cada día y que le sigamos, y en este seguirle, tenemos que revolucionar nuestro mundo, pero no solo el mundo de afuera, sino nuestro propio mundo, nuestras propias ideas; tenemos que borrar nuestras creencias antiguas y reconciliarnos con la palabra de Dios; cuando amemos su Palabra podremos tener una reconciliación con él.
En una época de post-verdad tenemos que aferrarnos con más fuerza al Evangelio, de no hacerlo, podremos terminar corriendo igual que el mundo, y es ahí donde somos susceptibles de ser quebradas y rotas de nuevo.
No podemos llevar vidas religiosas, tenemos que ser auténticas, tener vidas íntegras que anden de acuerdo con lo que hemos creído y confesado. Seguir a Cristo es un camino continuo de santificación, donde buscamos que la fe no se quede en nuestro intelecto, sino que se manifieste en nuestras obras, en nuestro accionar diario.
Nuestras vidas como cristianas deben glorificar a Dios; que nuestras lámparas estén encendidas encima de la mesa para que podamos ser luz, rechazando todas las nuevas falsas filosofías de la época, y nosotras mismas, viviendo vidas consagradas al maestro, pues debemos vivir proyectando a Cristo.
“He aquí, vosotros confiáis en palabras de mentira, que no aprovechan. Hurtando, matando, adulterando, jurando en falso, e incensando a Baal, y andando tras dioses extraños que no conocisteis, ¿vendréis y os pondréis delante de mí en esta casa sobre la cual es invocado mi nombre, y diréis: Librados somos; para seguir haciendo todas estas abominaciones?” (Jeremías 7:8-10 Reina-Valera 1960)
El Señor profetizó estas palabras al pueblo de Israel para advertirle de que no solamente debía retornar al templo, sino también enderezar sus caminos y confesar un verdadero retorno a Dios.
Podemos ver esto aún en esta generación; cuidémonos de andar tras dioses extraños, no nos engañemos pensando, que, por invocar el nombre del señor, un día estaremos bajo sus alas para siempre. Vivamos de una manera consagrada que agrade a Dios; vidas únicas como Jesús. Hagamos nuestras vidas aceptables delante del Señor, ofreciendo sacrificios de alabanza a su nombre.
No tomemos el Reino de los cielos a la ligera, no codiciemos el mundo que corre hacia él precipicio, atado a sus propias pasiones, rechazando valores absolutos y destruyéndose a sí mismo, negando la verdad de Dios.
La verdad del Evangelio no es relativa, como tampoco deben serlo nuestras acciones. Que en medio de la fiesta y alegría podamos reflejar santidad; y en medio del dolor y de la prueba podamos entender que vivimos en un mundo caído, que no estamos exentas de las aflicciones, por lo cual, debemos perseverar en medio del sufrimiento; más aún, que a pesar de nuestras lágrimas y tristezas, con oración y ruegos nos gocemos y gloriemos en la esperanza de la Gloria de Dios que tenemos en Cristo Jesús, tal como nos lo dice Romanos 5:2-6, 12:12. Caminemos firmes, con los ojos puestos en Jesús, aguardando la promesa que se nos ha dado cuando vivamos junto a Él en la eternidad, donde no habrá más dolor; ¡Todo estará bien!
“Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos;
y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor;
porque las primeras cosas pasaron”
(Apocalipsis 21:4 Reina Valera 1960)