Hace algún tiempo leí una historia que cautivó poderosamente mi atención. Se trataba de una madre que luchó contra un cocodrilo para arrancarle el cuerpo de su hijo que el animal trataba de devorar. El hijo había ido a bañarse a un río cercano, y aunque el muchacho sabía nadar, el instinto maternal le decía a aquella mujer que su hijo no estaba seguro en ese lugar. Se apersonó al sitio y se sentó en el suelo bajo el calor sofocante del día sin apartar en ningún momento los ojos del agua. Después de un rato apareció en el rio un enorme cocodrilo de cuatro metros de largo que atrapó al muchacho por las piernas. En un abrir y cerrar de ojos la madre logró agarrar al hijo por los brazos y empezó una lucha feroz contra aquel terrible animal. Mientras el cocodrilo daba coletazos tratando de llevarse al muchacho, ella lo sostenía fuertemente sin soltarle los brazos. Por momentos la madre perdía fuerzas y parecía que el animal los arrastraría a los dos, pero de repente, como empujada por algo sobrenatural, ella volvía a recobrar las fuerzas, hasta que por fin logró vencer al animal y arrancar al muchacho de las fauces de aquel enorme monstruo marino; las piernas casi destrozadas, pero vivo. No recuerdo cuánto tiempo dice la historia que duró aquella tremenda lucha. Lo que me impresionó y quedó grabado en mi mente y en mi corazón fue el heroísmo de aquella mujer, a quien no le importó permanecer horas y horas bajo un sol abrasador para que el hijo disfrutara de su baño, y luego enfrentarse en una lucha feroz, totalmente desigual contra un animal que podía tragárselos a los dos, tan solo por salvar la vida de su hijo.
Mientras leía la historia yo sentía que temblaba, las lágrimas asomaban a mis ojos y mi corazón latía fuertemente como si estuviera presenciando el hecho. Y ¿si hubiera sido yo? me preguntaba… ¿Yo lo hubiera hecho igual? ¿Hubiera sido yo tan valiente? ¿Me hubiera arriesgado en una lucha tan desigual por salvar la vida de mi hijo? Claro que lo hubiera hecho; para una madre no hay límites cuando de un hijo se trata. Ningún lenguaje puede expresar la fuerza, la entrega y el heroísmo de una madre. Es incansable, luchadora y valiente y lo da todo sin esperar nada a cambio cuando en ello está invertido el bienestar o la vida de aquel que creció en su vientre. La materia prima con que está hecho el corazón de una madre parece ser de acero inoxidable; no se corroe ni se daña, y el ritmo cardíaco con que late su corazón es el ritmo del amor incondicional.
La madre es abnegada porque el estado natural de la maternidad es la abnegación. Esto no es algo que ella adquiere; es algo que ella es. Le viene de fábrica. Por eso la mujer, desde el mismo instante en que sabe que va a ser madre, sus prioridades cambian. Ya no vive más para ella. Empieza a vivir para el fruto de sus entrañas y su principio es dar de sí misma.
Cuando Dios decidió que Su hijo viniera a este mundo le dio una madre que lo acunara en su vientre y lo guiara hasta tanto estuviera listo para salir a anunciar el evangelio. Y es que desde el principio de la humanidad Dios dispuso que fuera en el vientre de la mujer que germinara la semilla de la vida. Y si bien es cierto que la criatura es fruto de una relación de pareja, se necesita el toque de Dios para que pueda hacerse una realidad. El Salmo 139:13 dice: «Tú creaste mis entrañas; me formaste, en el vientre de mi madre». La maternidad tiene un valor y un significado trascendente porque es un proyecto de Dios. Es el más grande privilegio que se le haya podido otorgar a la mujer. Sin embargo, ese privilegio que durante mucho tiempo fue considerado como una bendición, se ha ido desnaturalizando subestimado por las corrientes del postmodernismo y el feminismo. Tiempo atrás, tener hijos se consideraba como una de las más grandes bendiciones. Para la mujer de hoy, la feminista, la proactiva, esto se ve como un obstáculo que le impide su realización personal. A las que se dedican a educar a su familia se les tilda de anticuadas, fracasadas y dependientes.
Yo soy madre, abuela y ya bisabuela. Comencé desde muy temprano, y puedo decirte, amiga, con toda sinceridad, que no hay nada en la vida que me haya dado más satisfacción que haber renunciado a títulos y posiciones que pude haber tenido o desempeñado, para dedicarme a la crianza de mis hijos. Cuando miro hacia atrás y veo los resultados, cuando recuerdo los sacrificios a los que estuve sometida mientras los estaba criando, en vez de sentirse frustrada o creerme una tonta, me siento más que honrada y bendecida. Y ¿sabes algo? Que todas esas vivencias me han servido en múltiples ocasiones para orientar a mis hijos en la crianza de los suyos. Tengo una bellísima relación con mis nietos. Soy una abuela feliz. Y una bisabuela muy bendecida.
Si eres madre y estás leyendo este artículo, te animo a que no reniegues de tu maternidad. «…don del Señor son los hijos y recompensa es el fruto del vientre” (Salmo 127:3), dice La Palabra de Dios. Un don es un regalo y Dios no regala cualquier cosa. Abraza la perspectiva de Dios acerca de la maternidad y siéntete orgullosa y bendecida por poder cuidar y educar a tus hijos. Inviértete en ser una madre abnegada y no olvides nunca que la abnegación es el estado natural de la maternidad.