Soy la cuarta generación de educadores de mi familia. Tanto del lado paterno como materno, tengo maestros formales e informales que siempre estuvieron involucrados en enseñarle a otros. Ya fuera alfabetizando a los vecinos en la sala del hogar, como el caso de mis bisabuelas, o fundando un colegio e impartiendo clases en aulas de colegio y universidades, la educación ha sido parte de mi vida. Esta es la razón por la cual, un ambiente de pizarrón, tiza, cuadernos, boletines de notas y reuniones de padres, fueron parte integral de mi niñez y juventud. Pero siempre entendí que las instituciones educativas, fueran estatales o privadas, eran las responsables de la instrucción de los niños. No fue hasta algunos años después de mi conversión y de tener mis propios hijos, que, escudriñando las Escrituras, llegué al entendimiento de la gran responsabilidad que tienen los padres como los primeros educadores de sus hijos.
Con frecuencia cuando estoy dando conferencias y talleres, pregunto a la audiencia: ¿a quién le han confiado la enseñanza de sus hijos? Las respuestas son generalmente similares. “En la casa yo les enseño algunas cosas, pero los maestros del colegio adonde están inscritos llevan la mayor carga”, “la maestra de la clase bíblica de la iglesia adonde asistimos”. Cuando les cuestiono sobre si como padres no se ven como maestros en sus hogares, suelen responder: “Yo no soy maestro”, “Yo no sirvo para enseñar”, “No tengo paciencia para eso”, “No fue lo que estudié”. En sus mentes “educar o instruir” se limita a la instrucción académica, sin tener en cuenta todos los hábitos y conceptos que los niños adquieren en el hogar. Solo en contadas ocasiones, tienen los padres la conciencia y el entendimiento de la responsabilidad que Dios les ha conferido en relación con la educación e instrucción de sus hijos. Veamos que nos dicen las Escrituras al respecto.
En Génesis 18:19 encontramos la instrucción que Dios le da a Abraham sobre la enseñanza a sus próximas generaciones: “Y Yo lo he escogidopara que mande a sus hijos y a su casa después de él que guarden el camino del Señor, haciendo justicia y juicio, para que el Señor cumpla enAbraham todo lo que Él ha dicho acerca de él”. Abraham, el padre de la fe, había sido escogido para “mandar” a sus hijos y a todos los que vivían con él, que guardaran “el camino del Señor”. Esto definitivamente involucraba la enseñanza oral de todo lo que había recibido de parte de Dios. Luego en Deuteronomio 6:6-9, leemos también instrucciones sobre la enseñanza a los hijos y los nietos, y las mismas, una vez más, son dadas a los padres: “Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón.Las enseñarás diligentemente a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. Las atarás como una señal a tu mano, y serán por insigniasentre tus ojos. Las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas”. Esto implica una enseñanza continua, no solo en un tiempo específico del día o la semana, sino aprovechando cada momento, durante las actividades cotidianas de la familia, ¡una práctica diligente y constante!
En el libro de Proverbios, hay valiosos consejos para los niños y jóvenes acerca de a quién deben prestar sus oídos para recibir consejo y enseñanza. Leemos en Proverbios 1:6: “Oye hijo mío la instrucción de tu padre y no desprecies la instrucción de tu madre”; también en 6:20: “Guarda hijo mío, el mandamiento de tu padre, no dejes la enseñanza de tu madre”. Por lo tanto, queda claro, que el abuelo, vecino o el mejor amigo de nuestros hijos no es la persona señalada por Dios para instruirle, enseñarle y educarle.
En el Salmo 78, encontramos una valiosa invitación que el salmista Asaf hace a sus oyentes para “escuchar” su enseñanza e “inclinar” el oído a las palabras de su boca (vs.1); esas enseñanzas que han sido oídas y conocidas a través de la enseñanza de los padres (vs. 3). A la vez exhorta a los padres a no “ocultarlas” a sus hijos y a “contar” a la generación venidera “las alabanzas del Señor, su poder y las maravillas que hizo” (vs. 4). ¿Por qué prepararnos y tomar tiempo para esto? Los versículos 5 al 8 nos dan la respuesta: Dios estableció su Palabra (testimonio, ley) para que fuera enseñada a los hijos con el fin de que ellos también contaran a las generaciones venideras y pusieran su confianza en Dios, no se olvidaran de sus obras y guardaran sus mandamientos, preparando su corazón y teniendo un espíritu fiel a Dios.
¡Es muy inspirador leer en este Salmo el resultado de enseñar las Escrituras a las próximas generaciones! Si bien es cierto que es un reto, especialmente en esta época que nos ha tocado vivir en el cual nos parece que no hay tiempo para nada más en nuestras agendas, la decisión y el esfuerzo valdrán la pena.
Te animo a que tomes una pequeña decisión a la vez. Puedes iniciar con un día a la semana, leyéndoles una porción corta si son muy pequeños o leyendo juntos si ya pueden leer. Comparte lo leído con ellos, haz preguntas, reflexionen entre todos y luego oren y tengan un tiempo de alabanza y adoración. Dios recompensará tu esfuerzo.
Nota: Todos los versículos han sido citados de NBLA.