Los seres humanos atraviesan por diferentes circunstancias a lo largo de sus vidas y la gran mayoría nunca se detiene a reflexionar sobre lo vivido. Aun aquellos que profesamos ser cristianos, semana tras semana escuchamos un sermón o participamos en un devocional en el que se comparten verdades y enseñanzas de la Palabra de Dios, pero al terminar el culto o el estudio bíblico, no volvemos a pensar jamás en eso que se nos dijo. Por tanto, esas verdades que escuchamos no nos transforman.
La verdad es que no podemos ser transformados por algo en lo que no volvemos a meditar, porque el proceso de transformación es difícil y requiere esfuerzo e intencionalidad para poder cambiar. Ahora bien, cambiar no simplemente requiere esfuerzo, que en ocasiones pudiera ser físico, sino que también implica y conlleva reflexión. Antes de poder cambiar, necesitamos admitir que hay áreas o patrones en nuestra vida que requieren transformación. Por eso hoy quisiera hacerte una invitación especial a la reflexión. Es mi deseo y oración que cada hijo de Dios pueda crecer en esta área porque creo firmemente que esto es lo que todo creyente necesita: mayor reflexión.
La Palabra habla de la omnisciencia del Dios Creador, de cómo conoce y entiende todas las cosas; pero la criatura no solo no puede conocer todas las cosas, sino que ni siquiera puede conocerse completamente a sí misma. De hecho, hay un conocido texto bíblico donde el profeta Jeremías declara: «Más engañoso que todo, es el corazón, y sin remedio; ¿quién lo comprenderá?» (Jeremías 17:9). Este versículo por sí solo nos lleva a concluir que no nos conocemos tal como somos. De hecho, es imposible para nosotros conocer a plenitud lo que hay en nuestro interior, es decir, todas nuestras áreas de orgullo, de celos, de envidia, de idolatría, etcétera. La única persona que nos conoce como verdaderamente somos es Dios.
Ahora bien, Dios desea que nos conozcamos como Él nos conoce y, por tanto, usa Su Palabra para revelarnos quiénes somos ante Sus ojos y sacar a la luz lo que hay en nuestros corazones. De modo que, nuestra interacción con la Palabra de Dios no debe ser meramente intelectual, sino que debe llevarnos a la reflexión, a meditar en lo que hemos leído y aplicarlo a nuestra vida.
Recuerdo que cuando por primera vez leí este pasaje de Jeremías, me dije: «Miguel, ¡eres un mentiroso!», y estuve reflexionando por varios meses sobre las implicaciones de esta verdad revelada en la Escritura. Solo así podemos identificar e ir sacando de nuestra vida todas las mentiras que nos alejan de Dios, porque al final la mentira es la causa de nuestra idolatría y nuestra falta de devoción a Dios.
Juan Calvino decía que el corazón del hombre es una fábrica de ídolos; que tan pronto destruyes uno, ya está fabricando otro. Pero ¿de dónde vienen estos ídolos? De una mentira que el corazón ha creído o fabricado. Por tanto, necesitamos tomar las verdades de la Palabra de Dios, meditar en ellas y hacerlas nuestras. Necesitamos reflexionar durante días, semanas e incluso meses, hasta que, como un jabón, la Palabra vaya limpiando cada área de nuestra vida que necesite ser lavada y transformada.
Si hacemos esto, si perseguimos el camino de la reflexión basado en las verdades de la Escritura, descubriremos que el proceso de transformación y santificación será mucho más fácil porque estaremos desarraigando las mentiras que dieron origen a los ídolos en nuestras vidas. Si destruyo el ídolo y la mentira permanece, esa mentira eventualmente fabricará otro ídolo.
De modo que, necesitamos desarraigar la mentira de nuestra mente para que deje de fabricar ídolos en nuestro corazón. Y la mejor manera de hacer esto es conociendo más a Dios. La falta de conocimiento de Dios es el origen de nuestros problemas: «Mi pueblo perece por falta de conocimiento», declara el Señor en Oseas 4:6.
Cuando el Cristo fue a la cruz, fue afligido en gran manera y experimentó un profundo dolor físico, pero en medio de esa terrible experiencia de dolor, fue capaz de decir: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34a) porque conocía a Dios y sabía que ese era el plan predeterminado del Padre: que el Hijo fuera clavado en una cruz y muriera a manos de impíos (Hechos 2:23). Lamentablemente, no conocemos a Dios de la misma manera, por lo tanto, no habríamos sufrido la cruz como Cristo. Por el contrario, nos habríamos indignado y airado, deseando lo peor a esa gente.
El problema es que, como dice el salmista, pensamos que Dios es tal como nosotros (Salmo 50:21). De hecho, cuando creemos que Dios no escucha nuestras oraciones, lo que sucede es que, como a veces no escuchamos a los demás, creemos que Dios hace lo mismo con nosotros. Cuando decimos que algo es injusto, es porque en ocasiones nosotros mismos hemos sido injustos con los demás. Es como dice el refrán: «El ladrón juzga por su condición». Pensamos que Dios es como nosotros.
Entonces, ante cualquier circunstancia que se nos presente en la vida, el primer pensamiento que vamos a tener como respuesta a lo sucedido, con toda probabilidad no será acorde con la reacción que Cristo tendría ante la misma situación. Lo que nos surge de manera natural no es como Dios piensa. De ahí que la Palabra de Dios nos invita a llevar nuestros pensamientos cautivos a los pies de Cristo (2 Corintios 10:5) y nos dice cómo hacerlo: «todo lo que es verdadero, todo lo digno, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo honorable, si hay alguna virtud o algo que merece elogio, en esto meditad» (Filipenses 4:8).
Pero ¿cómo hacemos para irnos aproximando a las maneras y las formas de Dios? ¿Cómo nos acercamos cada vez más a la imagen de Cristo? Bueno, lo primero es que debemos aceptar que el Dios todopoderoso y soberano entendió apropiado y necesario que pasáramos por tal o cual situación en particular. Lo segundo es que debemos tomar ese evento o suceso y procesarlo a la luz de la Palabra de Dios. Necesitamos ir a la Palabra y reflexionar en lo que Dios dice sobre el asunto y cómo Él espera que reaccionemos. La única manera en que podemos comenzar a cambiar radicalmente es conociendo más a Dios y Él se ha revelado a nosotros a través de Su Palabra. Cuando hacemos las cosas de esta manera entonces comenzamos a descubrir cómo Dios piensa.
Nuestra forma natural de pensar y reaccionar no es igual a la de Dios debido a una razón muy sencilla: somos criaturas y Él es el Creador. Pero Dios nos quiere llevar al punto en que veamos las cosas como Él las ve y seamos como Él es. En esto justamente consiste el proceso de santificación. Cuando Adán pecó, ese fue su grito de autonomía. La santificación es un grito de dependencia; todo lo opuesto a lo que hizo Adán. De modo que, el proceso de santificación es un proceso de crecimiento en dependencia de Dios en todas las áreas de nuestra vida. Tenemos que ir a la Verdad de Dios para desarraigar la mentira. Nuestra meta debe ser conocer a Dios para que todas nuestras decisiones y todos nuestros pensamientos sean cada día más parecidos a los de Dios. No hay otra manera de lograrlo.
Juan Calvino entendió esto tan bien que cuando escribió su famosa obra, Institución de la Religión Cristiana, esta fue su primera afirmación: «El verdadero conocimiento consiste en conocer a Dios y luego en conocernos a nosotros mismos». Pero debe ser en ese orden porque no podemos conocernos a nosotros mismos hasta que no conozcamos a Dios. Y la mejor ilustración de eso la tenemos en el profeta Isaías. Isaías tuvo una visión extraordinaria de la santidad de Dios e inmediatamente se vio tal como era: un hombre de labios inmundos digno del juicio de Dios (Isaías 6:1-5).
Por consiguiente, cuanto más conocemos a Dios tal como se ha revelado a través de Su Palabra, en el proceso descubrimos quiénes somos realmente. Al vernos como Él nos ve, comenzamos a arrepentirnos y pedirle perdón a Dios por esas cosas en nosotros que no se asemejan a Su carácter, y al mismo tiempo nos vamos sometiendo a Su voluntad para nuestras vidas. Es entonces cuando nos volvemos más parecidos a Él. Recuerda que Dios no es como nosotros. Dios no piensa como nosotros. Por lo tanto, todos nuestros pensamientos deben ser filtrados por la Palabra de Dios continuamente.
Ese es precisamente mi deseo para cada creyente: una vida de reflexión basada en la Palabra de Dios. Que seamos más reflexivos y meditemos en las verdades que leemos en las Escrituras, procurando aplicarlas a nuestras vidas. No por unos días, sino continuamente para que la Palabra pueda revelar lo que hay en nuestro interior y limpiarnos de aquellas cosas que no son conforme al carácter santo de Dios. El cristiano necesita la Palabra porque nosotros conocemos en parte (1 Corintios 13:9), pero Dios, como dijo el salmista, conoce todos nuestros caminos y es el único que entiende desde lejos todos nuestros pensamientos (Salmo 139:2). Por lo tanto, debemos acudir a Él continuamente.
Este es un llamado a la reflexión y una invitación a conocer a Dios, quien nos ha dejado Su carácter plasmado en Su Palabra, porque es conociéndolo más a Él donde encontramos la solución a nuestra idolatría, nuestros temores, nuestras inseguridades, nuestras insatisfacciones, nuestra soledad, nuestra debilidad y todas nuestras carencias. ¡Meditemos continuamente en Su Palabra!