«La maternidad es un regalo de Dios».
Comienzo este escrito con una frase tan conocida porque, en mi trayectoria como madre de tres hijos, he podido confirmar su profunda verdad. ¡Mis hijos son, sin duda, una de las mayores bendiciones que el Señor me ha concedido!
Llevo ya casi 22 años transitando el sendero de la maternidad. Ha sido, a la vez, un gran desafío y una aventura profundamente gratificante. Y debo confesar que esa gratificación ha estado directamente ligada a mi dependencia de Cristo en el ejercicio de mi rol materno.
Mi fe en Jesús, que me asegura que «todo lo puedo en Él», sumada a la presencia constante de mis padres, suegros y al inmenso apoyo de una hermosa comunidad, junto con mi formación como psicóloga, me llevaron a creer que la maternidad sería algo que manejaría con gran destreza. Sin embargo, cada vez que regresaba a casa de la clínica tras dar a luz, me embargaba una profunda tristeza, sollozos ocultos de desesperación y un torbellino de sentimientos encontrados.
Al compartir esto, mi intención no es desanimar a ninguna madre ni respaldar las quejas que escuchamos constantemente sobre lo difícil que es ser madre. Más bien, busco resaltar lo que ha sido el ancla de salvación en este rol.
Ciertamente, ¡cuán efectivo ha sido para crecer en fe! Por encima del bienestar físico e incluso emocional, procurar que mis hijos conozcan al Dios Altísimo es la tarea más suprema que, como madre cristiana, debo perseguir.
Todo lo que mis hijos son y lleguen a ser dependerá de que cada uno de ellos, de manera independiente, tenga un encuentro personal con Jesús como su Salvador. Por encima de todas mis tareas y afanes como madre, la labor en la cual más me he invertido y por la cual más he clamado a Dios es que ellos puedan ver en mí un testimonio de vida que les dirija hacia un Dios vivo y real.
En mi propio caminar imperfecto y pecador, mis tres hijos me han visto ser débil, pecar y pedir perdón. ¡Y esto ha ocurrido muchas veces!
Me han visto creerme autosuficiente y tener que pedir ayuda; reaccionar al miedo de las maneras más insensatas. Pero, por la gracia de Dios, también me han visto reconocer que, cuando experimento temor, debo confiar en Él. Me han visto entender que soy una obra en proceso, que, aunque cae, cuando se arrepiente y se reenfoca en el Señor, Él siempre responde como el Dios vivo, real, fiel y todopoderoso que es.
Vivir plenamente la maternidad como un llamado divino es ciertamente posible, aun cuando vivimos en un mundo caído y las madres seguimos siendo criaturas finitas y vulnerables. Y esto es así porque, como Jesús nos dice en la parábola del sembrador:
«Si permanecen en Mí, y Mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y les será hecho. En esto es glorificado Mi Padre, en que den mucho fruto, y así prueben que son Mis discípulos. Como el Padre me ha amado, así también Yo los he amado; permanezcan en Mi amor» (Juan 15:7-9).
Concluyo esta reflexión con una pregunta, no para reprocharnos por lo que no hayamos hecho, sino para ayudarnos a mantener el enfoque correcto al que nos insta la maternidad como un llamado de lo alto. Y es que nos cuestionemos, madres:
¿Qué mejor siembra hay en nuestras vidas que cultivar el corazón de nuestros hijos para Cristo?
Que responder con diligencia a esta pregunta nos sirva de estímulo para seguir invirtiéndonos en apuntar a Cristo a la próxima generación. No tengamos duda de que, mientras ejerzamos el rol de madres cristianas en este mundo, ¡no hay mayor reconocimiento ni recompensa que este!