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La bendición de ser abuela 

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Hay una frase que he escuchado muchas veces, de autor desconocido, que dice: 

“Si hubiera sabido lo maravilloso que es tener nietos, me habría saltado la parte de tener hijos”. 

Aunque dicha con humor, esta expresión encierra una gran verdad: muchos abuelos descubren en la relación con sus nietos una alegría distinta, más libre de presiones, culpas y temores. 

Después de convertirme en abuela, entendí que el autor de esta frase no estaba tan errado. A los nietos se les ama de una forma distinta: sin el peso de criarlos, sin el cansancio de los años jóvenes y con la madurez que da la experiencia. 

Para mí, ser abuela ha sido un regalo del cielo, una bendición que llegó envuelta en risas pequeñas, abrazos sinceros y miradas que lo dicen todo sin palabras. 

El investigador y autor, Arthur Kornhaber, nos recuerda que hay tres eventos transformadores en la vida sobre los cuales no tenemos ningún control: nuestro nacimiento, nuestra muerte y convertirnos en abuelos. Qué profundo. 

Hace doce años nació mi primer nieto, Noé, a quien tuve la bendición de cuidar hasta que comenzó la escuela. Esa experiencia me confirmó algo: no hay mayor dicha que ser una abuela presente. 

Estar disponible implica hacer espacio en nuestra agenda, ponerlos como prioridad, elegir estar con ellos, aunque eso implique dejar otras cosas de lado. Es aprender a encajar en su mundo, sin esperar que ellos se ajusten al nuestro. 

Cuando iba a nacer Noé, una hermana y amiga me regaló el libro Creative Grandparenting, de Jerry y Judy Schreur. En él, aprendí que los abuelos creativos disfrutan de sus nietos, no solo los soportan. Experimentan gozo al escuchar: “Abuela, me encanta estar contigo”. Le dan gracias a Dios cada día por ellos y por la relación especial que comparten. 

Arthur Kornhaber y Kenneth Woodward, en su libro Grandparents/Grandchildren, llaman a esta relación “la conexión vital”. Y no es para menos: el vínculo entre abuelos y nietos es profundamente significativo para el bienestar de ambos. 

Hace menos de un año, mi amado esposo Federico, con quien compartí 47 años de vida, partió con el Señor. Él cultivó una relación entrañable con Noé. Se llamaban mutuamente “compadres”, una palabra muy nuestra que expresa una amistad profunda. Federico dejó a Noé un legado de amor incondicional y servicio, especialmente valioso por el tiempo que compartieron antes de su enfermedad. 

Ese es el verdadero legado. Proverbios 13:22 nos recuerda: 

“El hombre bueno deja herencia a los hijos de sus hijos”. 

Muchos piensan en bienes materiales, pero el legado más valioso no es tangible. Federico no fue famoso, pero su funeral fue un testimonio de su fe. Fue una celebración llena de esperanza, centrada en la Palabra. Como creyente en Cristo, estaba preparado para partir. 

Mi exhortación a otros abuelos es esta: esforcémonos por dejar un legado con valor eterno. Más allá de las posesiones, dejemos a nuestros nietos una pasión por la vida, un corazón para servir y una fe viva en Dios. 

Jesús nos lo recuerda en Mateo 6:19-21: 

“No os acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbe destruyen, y donde ladrones penetran y roban; sino acumulaos, tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbe destruyen, y donde ladrones no penetran ni roban; porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. 

Nuestros nietos necesitan ver que vivimos lo que creemos. Qué regalo tan poderoso sería que ellos dijeran: “Mi abuela vivía su fe; practicaba lo que predicaba». 

Dejamos un legado piadoso cuando vivimos bien, amamos bien, servimos bien y terminamos bien. Como abuela, deseo poder decir, como el apóstol Pablo: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7). Y anhelo escuchar a mi Señor decir: “Bien, sierva buena y fiel”. 

Ese es el legado de fe que quiero dejarles a mis nietos. 

¿Qué clase de legado le estás dejando tú?