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Jesús, una vida única, ¡Él es nuestra Pascua!

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“Cuando llegó la hora, Jesús se sentó a la mesa, y con Él los apóstoles, y les dijo: «Intensamente he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer; porque les digo que nunca más volveré a comerla hasta que se cumpla en el reino de Dios»”
(Lucas 22:14-16)

Participando de un retiro hace unos días, una pregunta llamó mi atención de manera particular: “Si viajar por el tiempo fuera posible, ¿a qué época-año-momento te gustaría viajar?”. “¡Yo iría a la época de Jesús!”, pensé inmediatamente. Sería una de esas mujeres que le servían y le seguían dondequiera que Él iba, como leemos en Lucas 8:1-3. Me uniría a las hermanas Marta y María, sirviendo de alguna manera al que ama mi alma, a Jesús, cuando Él llegara a visitarlas (Lucas 10:38-42). Quizás, solo me acercaría entre la multitud para tocar el borde de Su manto y ser ministrada por Él (Lucas 8:43-48). Estaría entre la multitud cuando María y José le buscaban desesperados, ya que su pequeño no había regresado con ellos desde Jerusalén donde habían subido a celebrar la fiesta de la Pascua, y lo encontraron en el templo y Él les dijo: “¿Por qué me buscaban? ¿Acaso no sabían que me era necesario estar en la casa de Mi Padre?” (Lucas 2:49). Aún no había iniciado Su Ministerio, apenas tenía doce años y ya dejaba establecido que Él estaba aquí para velar por lo que a Su Padre le interesaba y glorificarle.

Sin importar la brevedad del relato de la vida de Jesús, siempre encontramos ricas enseñanzas, “porque todo lo que fue escrito en tiempos pasados, para nuestra enseñanza se escribió, a fin de que por medio de la paciencia y del consuelo de las Escrituras tengamos esperanza” (Romanos 15:4). Cuando me imagino en la época en que Jesús vivió terrenalmente, casi puedo ver mis pies posarse en las huellas que dejaban Sus pisadas y ver la obediencia y sumisión al Padre en el caminar de Jesús, dejándonos ejemplo de cómo caminar detrás de Él, para que nosotras, entonces, sin importar el incremento de la maldad de esta generación en la que nos ha tocado ser parte, vivir una vida de sumisión y obediencia a Jesús, glorificando al Padre en este siglo XXI.

Fueron muchas las fiestas de Pascua celebradas desde el relato de Lucas 2:41-49 hasta llegar al relato de Mateo 26:26-28, en la que Jesús celebraría la última pascua con sus discípulos y donde cada detalle de esta cena tendría un profundo significado para nosotras. En esta Pascua en particular, nuestro Señor instituyó lo que a partir de ahí conocemos como La Santa Cena. Leemos en Mateo 26:26-28: “Mientras comían, Jesús tomó pan, y habiéndolo bendecido, lo partió, y dándoselo a los discípulos, dijo: «Tomen, coman; esto es Mi cuerpo». Y tomando una copa, y habiendo dado gracias, se la dio, diciendo: «Beban todos de ella; porque esto es Mi sangre del nuevo pacto, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados”.

Llama mi atención al leer el pasaje, que Jesús celebró esta pascua con sus discípulos, no con la multitud o con un grupo un poco extendido; lo hizo con aquellos que Él había elegido, los que Él había conocido y los que le amaban. Dos elementos principales vemos en esa mesa: el pan y el vino. Los símbolos traen a la mente y al corazón el hecho real y asombroso del sacrificio de Jesús por cada una de nosotras. El pan, el cuerpo de Cristo roto, quebrado por nosotras, a fin de que obtuviéramos el perdón de nuestros pecados. El vino, la sangre del Nuevo Pacto. Hasta este momento la sangre de Cristo había sido representada por la sangre de animales, pero después de haber sido derramada por Jesús, queda representada metafóricamente por la sangre de las uvas. La sangre del Antiguo pacto era derramada por unos pocos, pero la sangre derramada por Jesús es la propiciación de los pecados de todo aquel que cree.

En Mateo 26:29, el Señor nos advierte: “Les digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día cuando lo beba nuevo con ustedes en el reino de Mi Padre”. Y aquí, amadas, el vino tendrá un sabor celestial. Al participar de la Santa Cena hacemos memoria de lo que hemos recibido, y estamos expectantes de lo que aún no hemos visto, ¡Su esperada Venida! El pasado y el futuro se unen en cada memorial en ese momento. “Hasta aquel día cuando lo beba de nuevo con ustedes en el reino de Mi Padre”. Nuestra alma anhela a Cristo. Anhelamos siempre estar con Él, morar en Su presencia por siempre y contemplar Su hermosura por toda la eternidad.

Pero mientras esto ocurre, nos ha dejado el mandato de participar en la Santa Cena dignamente, junto a nuestros hermanos, haciendo memoria de su muerte hasta que Él regrese. La Santa Cena nos da esperanza, es Su promesa de que volveremos a tomar la copa con Él, “Pues tantas como sean las promesas de Dios, en Él todas son sí. Por eso también por medio de Él, es nuestro Amén, para la gloria de Dios por medio de nosotros” (2 Corintios 1:20). ¡Todas las promesas de Dios se cumplen en Cristo! Nuestra esperanza está firme y anclada en El.

Estoy segura de que, de haber estado allí, el sentido de reverencia, de nostalgia mezclada con gozo, hubiese sido abrumador. Al acercarme a la mesa servida para hacer memoria de lo que nuestro Señor hizo por la vida de esta pecadora y lo que hará por esta redimida, produce en mí una abrumadora gratitud, y me hago una con Apocalipsis 22:17 y 20, que dice: “El Espíritu y la esposa dicen: «Ven». Y el que oye, diga: «Ven». Y el que tiene sed, venga; y el que desee, que tome gratuitamente del agua de la vida… El que testifica de estas cosas dice: «Sí, vengo pronto». Amén. Ven, Señor Jesús”.

¡Que este sea nuestro anhelo!