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El tesoro de María 

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Desde muy pequeña siempre escuché sobre María, la madre de Jesús. La veía como una santa, la mujer perfecta, tan pura y llena de gracia que hacía de ella el ejemplo supremo de virtud; pero era un ejemplo tan grandioso que era a la vez inalcanzable, por lo que nunca la consideré como un modelo a seguir. ¡Eso era imposible!, ¿para que molestarse en tratar de alcanzar lo inalcanzable?  

No fue sino hasta que me convertí a la fe cristiana que mi percepción de María cambió por completo. Déjame explicarte: la sigo considerando como un ejemplo de virtud, pero ya no lo considero inalcanzable. Por la obra de Cristo, sus hijos podemos imitar lo bueno por Su poder que opera en nosotros. Tampoco ya lo considero como el ejemplo supremo de virtud, sino como uno más entre otros. El puesto del “Ejemplo Supremo de virtud” lo tiene solo Jesucristo. Comprendí que María era una joven judía pura y devota, con grandes virtudes y temerosa de Dios; pero pecadora como todos nosotros y necesitada de un Salvador. Ella recibió una gracia especial, fue elegida para ser la madre terrenal de nuestro Salvador. Este hecho nos dice que, aunque no era perfecta -como yo creía antes- si contaba con cualidades excepcionales; entre ellas podemos mencionar, su humildad, su rendición a la voluntad de Dios y su amor por Dios.  

Aunque los evangelios no nos ofrecen una biografía detallada de la vida de María, las pocas escenas en las que aparece nos revelan la belleza de su carácter, en el que brillan la sencillez, la discreción y la profundidad de una vida vivida en obediencia a Dios. La primera vez que la vemos es cuando el ángel Gabriel le anuncia que será la madre del Salvador, ella responde con una actitud de rendición y entrega total: “He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1:38). Aun cuando esta aceptación podría traer el termino de su noviazgo y arruinar su posible matrimonio, podría acarrearle la vergüenza y rechazo ante la sociedad incrédula e incluso podrían someterla a muerte por lapidación; María no exige explicaciones, ni garantías, sino que abre su corazón al plan divino, aunque no comprendiera del todo como sería llevado a cabo.  

Poco después de su encuentro con el ángel, María ya embarazada, se dispone a visitar a su prima Elizabeth, quien vivía en una región montañosa y de quién Gabriel le había dicho que estaba también embarazada en su vejez. María va a ayudarla, a servirle y se queda con ella tres meses hasta que da a luz a Juan. Vemos una María servicial, dispuesta a colaborar con la obra de Dios en la vida de otros. Ella sabía que Elizabeth siendo una anciana necesitaría una mano para prepararse para su alumbramiento. Pero también ella quería estar donde Dios estaba obrando. Al igual que María, Elizabeth había concebido por un milagro, había sido estéril toda su vida. Esto nos dice que María buscaba compañías piadosas y sabias.  Ahora bien, esta escena es especial por algo más y es que es aquí donde se nos revela más del corazón de María que en cualquier otro pasaje, nos deja ver el tesoro que guardaba en lo más profundo de su ser cuando exclama el Magníficat. 

 El Magníficat es su canto de alabanza, es una expresión poética y a la vez una ventana al alma de esta joven. Nos muestra que su fe está profundamente enraizada en las Escrituras. El Espíritu Santo tomó la Palabra de Dios que María había memorizado y guardado en su corazón por años para dibujar con ellas esta hermosa melodía. María comienza con una exclamación de gozo y adoración: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” Ella se goza en el Dios que salva, no en que ella fue la seleccionada; engrandece a Dios, no se engrandece a sí misma. Y así continúa. Cada frase de este canto hace eco al cantico de Ana, la madre de Samuel (1 Samuel2). No son palabras improvisadas, son versículos de la Palabra de Dios, modificados por el Espíritu Santo. María conocía la Palabra de Dios, de sus promesas y profecías; ellas las meditaba y las hacía suyas. Esto es muy significativo porque en su época, solo los hombres leían y memorizaban las Escrituras. Ellos asistían a las sinagogas desde pequeños para aprender la Torá, mientras que las niñas generalmente se formaban en la casa, enfocadas en las labores del hogar y en prepararse para el matrimonio. Pienso que María pudo adquirir su profundo conocimiento de las Escrituras a través de su familia, que era muy devota. En muchas casas judías, las madres enseñaban a los hijos pequeños oraciones, salmos y las historias de Dios actuando en el pueblo de Israel. Además, la cultura judía era tradicionalmente oral. Las Escrituras, salmos, profecías y la Torá se recitaban constantemente en las sinagogas y en las fiestas. Aunque María no tuviera acceso directo a leer los rollos, es seguro que escuchó muchas veces los textos. Ahora bien, su conocimiento nos muestra que ella absorbía con atención estas enseñanzas e hizo un esfuerzo especial por atesorarlas; fue intencional en conocer, memorizar y reflexionar en la Palabra de Dios.  Ahora bien, su conocimiento no fue solo el fruto de un oído atento. No podemos obviar la obra del Espíritu. Lucas enfatiza que ella fue “llena de gracia”, creo que el Espíritu Santo obró en ella de forma especial, iluminando su entendimiento y recordando la Palabra.  

Aunque en esta ocasión no analizaremos el Magníficat detalladamente, es importante destacar un aspecto de este: muestra que María vivía su fe como parte del pueblo de Dios y no de manera individualista. Ella nos habla de que Dios derribó a los poderosos y exaltó a los humildes, de que acudió en ayuda de su siervo Israel, acordándose de su misericordia, como lo había dicho a nuestros Padres. (vv52-55). María veía a Dios actuando en Su Pueblo, no solo en su vida privada; guardaba en su memoria gratitud por la obra de Dios en favor de otros, de todos; no solo de su familia o persona. 

María atesoraba la Palabra de Dios en su interior. Su joven corazón latía por el cumplimiento de cada profecía y cada promesa de Dios. Ella esperaba con ansias la llegada del Mesías. Conocía la fidelidad de Dios en la historia de su pueblo, confiaba en que era fiel a cada una de sus promesas. Eso la preparó para su llamado. Cuando el ángel Gabriel le comunicó que ella era la elegida; estaba lista, no dudo ni un segundo en aceptarlo. Su corazón no se llenó de miedo por las implicaciones personales que ello le traería, ella sabía que El se encargaría de cada una. Ella se llenó de gozo en el Dios cumpliría su promesa, el Mesías nacería y ella sería Su instrumento.  

María no solo atesoraba la Palabra de Dios, atesoraba también Sus caminos. En las siguientes escenas que nos muestran los evangelios vemos a María observando los hechos relacionados al nacimiento y vida de Jesús: la visita de los pastores que fueron avisados por los ángeles, la profecía de Simeón, la discusión de Jesús siendo niño con los Maestros en el templo. En cada una de estas ocasiones se nos dice que “María atesoraba estas cosas, reflexionando sobre ellas en su corazón”. Ella reflexionaba sobre las formas de Dios actuar, sobre cómo se manifestaba, qué hacía o no hacía en la vida de Jesús y de ella. Estaba a la expectativa; pero era una expectativa discreta, humilde y confiada. No la vemos argumentando ni conversando con nadie sobre ello (quizás con su esposo), no hacía alarde ni llamaba la atención. Simplemente reflexionaba y guardaba en lo más profundo de su corazón la Palabra y el obrar de Dios. Y me pregunto ¿Por qué o para qué lo hacía? ¿A ti también te da curiosidad? 

Creo que la razón principal por la que María atesoraba estas cosas era porque amaba a Dios. Una tiende a contemplar y considerar lo que ama. Una chica enamorada, contemplará las palabras de su novio, las guardará en su corazón. También considerará la forma en que actúa o cómo la trata. Lo mismo podemos decir de una madre; está atenta a los “caminos de sus hijos” porque le importan y los ama. Otra razón era para colaborar con Dios, para no ir en su contra de su plan sino fluir en él. Y por supuesto y no menos importante para agradarle, para obedecerle y servirle. Recordemos que María conocía lo que decía el Salmo 119:11 “en mi corazón he guardado tu palabra para no pecar contra ti. 

Este era el tesoro de María. Y una vez más Dios usó este tesoro que María guardaba en su corazón para prepararla. Fue esto lo que el Espíritu Santo usó para sostenerla al pie de la cruz. Ella necesitaría la fuerza que dan cada una de estas reflexiones sobre el carácter de Dios, su sabiduría, su soberanía, su proceder y poder para resistir ver a su Hijo desnudo, clavado en una cruz por nuestro pecado. El Padre le había advertido a través de Simeón que una espada atravesaría su corazón y el momento había llegado. Conocía a Dios, podía confiar en El en este momento oscuro, el peor que puede vivir una madre. Una vez más quizás no comprendía del todo lo que Dios hacía, pero conocía al Dios que estaba obrando.  

¿Y tú mi querida hermana, qué estás atesorando? ¿Qué ocupa tu mente? ¿Reflexionas en los caminos de Dios? ¿Atesoras y memorizas su Palabra?  Hoy te invito a que juntas con la ayuda de Dios imitemos a María. Comencemos a atesorar Su Palabra y sus caminos en nuestros corazones. Meditemos en Su Palabra y estemos a la expectativa de su obrar; busquemos sus huellas en todo lo que nos sucede o no nos sucede. Meditemos en su orquestación en medio nuestro, no solo en nuestras vidas sino también en la de otros y preparémonos para lo que sea que Dios tiene para nosotras. ¿Te animas? Pues vamos a ponerle manos a la obra. En otro artículo veremos cómo hacerlo. Exploraremos cómo meditar, considerar y reflexionar en la Palabra de Dios y sus caminos. ¿Te interesa? Por favor déjanos saber.