La noche anterior al lunes de la última semana de nuestro Señor Jesucristo, Él había visitado el templo. Ahí en los alrededores del templo, Él tuvo la oportunidad de sanar algunos cojos y ciegos, pero también se percató de lo que estaba ocurriendo en el templo. Este había dejado de ser una casa de oración y pasado a ser un lugar de negocios. Podemos imaginarnos que Cristo se irritó ese día porque cuando Él sale hacia el templo, se encontró con una higuera que no tenía frutos y no había producido aquello para lo cual ella había sido creada. Esto podía simbolizar que Israel había sido elegido por Dios como nación sacerdotal, pero no había dado frutos y respondido a las revelaciones de Dios por medio los profetas.
Cuando Cristo ve esto, Él maldijo la higuera y la higuera se secó, algo que sorprendido enormemente a Sus discípulos. Él entonces procedió a entrar al templo solamente para encontrar lo que había visto el día anterior: cambistas, mesas, negocios y gente vendiendo animales. Ciertamente, como bien revelan los Evangelios, el celo por Su casa lo consumió y Cristo comienza a voltear las mesas y a limpiarlas. Hubiese sido lo ideal sacarlos de una vez y por todas, pero, lamentablemente, ellos retornarían a hacer exactamente lo mismo. No obstante, por lo menos por ese momento, Cristo limpió el templo.
Hay dos eventos que pudieran ser descritos como limpiezas del templo: una está descrita por el apóstol Juan en su Evangelio, al comienzo de la vida de Jesús, y al final de Su vida, los Evangelios nos narran este evento similar. Es como si la limpieza de la casa de Dios formaría dos portalibros del principio y al final de Su vida. Ese día, Cristo selló Su muerte en el sentido humano; lo que él hizo fue un desafío tal a las autoridades fariseas. Cristo cruzó una línea sin retorno, ya no había marcha atrás. Lo que seguiría, sin lugar a duda, serían planes para determinar cómo darle muerte a este hombre que se había atrevido no solamente a desafiar el judaísmo de cientos de años, pero también a desafiar a las autoridades de esta religión judaica.
Si somos cristianos, si el espíritu de Dios mora en nosotros, debemos meditar en esto. Si nosotros somos templo del Espíritu de Dios, pensemos, ¿Qué tan limpios estamos? ¿Hay necesidad en nosotros de una limpieza revolucionaria como la que ocurrió aquel lunes? ¿Necesitamos sacar cosas de nosotros que realmente no agradan a Dios? ¡Si! Debemos expulsar nuestros ídolos y el espíritu de Dios que mora en nosotros nos ayudará a tumbar esas cosas que no pertenecen en una vida dedicada a la adoración de Dios.