El domingo anterior a Su crucifixión, Cristo hace Su entrada triunfal a Jerusalén. Los Evangelios cuentan que Él entró montado en un burro (un animal que no tipifica tanto la realza) que nunca había sido montado por nadie, así cómo Él nació de una virgen, una mujer que nunca había estado embarazada ni había estado con un hombre de manera íntima. Él entra con Su carácter manso y humilde, y la población que ya había visto muchas de Sus obras y había escuchado muchas de Sus enseñanzas le reconoce como Rey. Ellos comienzan a cantar de forma victoriosa, “¡Bienaventurado, bienvenido y bendecido sea que el que viene en nombre del Señor!”
Estas celebraciones irritaron a las autoridades del momento—a los fariseos, a los escribas, a los saduceos, a la gente de poder quiénes no toleraban escuchar que este Galileo pudiera ser proclamado como su rey. Como respuesta, ellos quisieron mandar a callar a los seguidores de Jesús, pero como Cristo bien dijo, si ellos callaban, aún las piedras gritarían y proclamarían quien Él es, aludiendo a Su reinado y señorío sobre toda la creación.
La entrada de Cristo tipifica la entrada de Salomón a Jerusalén quien hizo algo parecido y que tuvo toda una multitud de personas aclamándole como rey. No obstante, Cristo estaba alguien mayor que Salomón, mayor que David, mayor que cualquier otro anterior y posterior a Él. Esto es cierto a punto tal que la entrada de Jesús todavía es recordada por los siglos de los siglos.
Hoy, mirando hacia atrás, podemos reconocer que parte de la multitud que estaba aclamándole y reconociéndole pensaban que estaban recibiendo a un rey político, a alguien que podía tomar la posición que ellos siempre soñaron. Ellos estaban recibiendo a esa persona que habían ideado, pero no al Hijo de Dios, a Dios hecho carne. Parte de ese grupo, cuando descubren al final de la semana que realmente Él no era lo que ellos esperaban, en vez de alabarle y proclamarle, lo que hacen es gritar, “¡Crucifícale, crucifícale!” La gran multitud se redujo a un puñado de personas que todavía seguían creyendo en Él, aunque aún esos probablemente tenían muchas dudas acerca de si verdaderamente este era la persona que había sido prometida… y si, ¡Lo era! Cuando Jesús hace entrada a Jerusalén, Él no estaba más que haciendo cumplimiento de una profecía hecha en Zacarías 9:9.
La pregunta para todos nosotros a este principio de semana, dos mil años después es, ¿Donde estamos nosotros en esta multitud? ¿Estamos con una actitud reverente y al mismo tiempo correspondiente a lo que un rey es? ¿Estamos sometiendo nuestras voluntades, nuestras vidas y todo los que somos a Su autoridad? O, por otro lado, ¿Está mi desobediencia y mi deseo de autonomía e independencia hablando más como la actitud del grupo que al final estaba proclamando que crucifiquen a Cristo?
¿Donde estamos? Creo que es una buena pregunta para comenzar esta semana tan importante en la vida de Jesús que ocupa dos tercios del Evangelio de Juan. Quedémonos con la pregunta y sigamos el resto de la semana reflexionando.