Ubicándonos en el contexto en que Débora aparece
El tiempo de los Jueces de Israel es un período dramático en la historia del pueblo de Dios. Mucho se ha hablado y escrito de la crisis de Israel durante ese período tumultuoso y desordenado, en donde Israel iba dando tumbos, pasando por largos períodos de pecado, dificultades, clamores y victorias, para luego volver a ese mismo círculo vicioso una y otra vez por muchos años.
Una de las primeras cosas que llama la atención de ese período es la falta de continuidad en el liderazgo luego de la muerte de Josué. A diferencia de la partida de Moisés, Josué también da una exhortación final a Israel, pero no menciona por ningún lado a un posible sucesor. ¿Es que acaso Israel carecía de liderazgo? Al parecer, lo que había era una burocracia nacional, porque cuando Josué da su discurso final, él mandó a llamar, «… a los ancianos de Israel, a sus jefes, a sus jueces y a sus oficiales…» (Jos. 24:1). Es evidente que Israel tenía muchas «autoridades», pero carecía de un verdadero liderazgo espiritual.
El libro de los Jueces empieza con varias victorias, aunque también muestra una sombra que se cernía sobre su horizonte. Lo primero que notamos es que las victorias eran incompletas:
«[Judá]… no pudo expulsar a los habitantes del valle porque estos tenían carros de hierro… Pero los hijos de Benjamín no expulsaron a los jebuseos… Pero Manasés no tomó posesión… y los cananeos persistían en habitar en aquella tierra. Y sucedió que cuando Israel se hizo fuerte, sometieron a los cananeos a trabajos forzados, pero no los expulsaron totalmente. Tampoco Efraín expulsó a los cananeos que habitaban en Gezer… Zabulón no expulsó a los habitantes… de manera que los cananeos habitaron en medio de ellos… Aser no expulsó a los habitantes… Así que los de Aser habitaron entre los cananeos… Neftalí no expulsó a los habitantes… sino que habitó entre los cananeos… Entonces los amorreos forzaron a los hijos de Dan… Y los amorreos persistieron en habitar…» (cap. 1)
Estas derrotas incompletas permitieron que el pueblo de Israel siguiera sucumbiendo poco a poco a la corrosiva influencia de los pueblos cananeos. Ya Josué había percibido esta intromisión y les había advertido en su exhortación final: «Ahora pues, quitad los dioses extranjeros que están en medio de vosotros, e inclinad vuestro corazón al SEÑOR, Dios de Israel» (Jos. 24:23). Para nosotros es difícil entender cómo una influencia religiosa puede generar tal grado de devastación en una nación. Nuestra comprensión equivocada de la religión al verla como un ente aislado y perimetral de nuestra existencia nos impide distinguir la centralidad de los dioses antiguos en la vida de los habitantes y las naciones. La primera advertencia divina en el libro de los Jueces nos muestra el peligro al ver esta importante advertencia, cuando el ángel del SEÑOR, le dice a Israel, «… Yo os saqué de Egipto y os conduje a la tierra que había prometido a vuestros padres y dije: ‘Jamás quebrantaré mi pacto con vosotros, y en cuanto a vosotros, no haréis pacto con los habitantes de esta tierra; sus altares derribaréis’. Pero vosotros no me habéis obedecido; ¿qué es esto que habéis hecho?» (Jue. 2:1).
Veamos qué es lo que los israelitas habían hecho: En primer lugar, la adoración a un dios cananeo involucraba un cambio de lealtad y fidelidad del Dios libertador a un dios ajeno. En segundo lugar, involucraba un cambio en la completa cosmovisión de la persona y la nación. Los dioses cananeos eran simples idolillos que buscaban “proteger” a sus fieles de las inclemencias del clima, proveyendo fecundidad a la tierra y provisión material sin ninguna demanda moral o espiritual. Jehová, el Dios de Israel, por el contrario, era el Señor soberano que esperaba no sólo cuidar a sus fieles, sino también hacer de ellos una nación santa con un estándar de vida que le glorifique y traiga orden, prosperidad y paz para el pueblo. En tercer lugar, como resultado de esa filiación espuria, el pueblo se debilita en todo sentido, se sincretiza con la cultura de los pueblos paganos y pierde su fortaleza e identidad como nación santa. El ángel del SEÑOR muestra ese terrible efecto cuando les dice con absoluta claridad y como una clara advertencia: «… No los echaré de delante de vosotros, sino que serán como espinas en vuestro costado, y sus dioses serán lazo para vosotros» (Jue. 2:3).
La devastación predicha no se hizo esperar. Mientras vivieron Josué y algunos ancianos que fueron testigos de la obra del Señor, el pueblo se mantuvo a raya por la fortaleza espiritual de su liderazgo (Jue. 2:7). La siguiente generación después de ellos, «…no conocía al SEÑOR, ni la obra que Él había hecho por Israel» (Jue. 2:10). Ese agujero negro de ignorancia produjo un descalabro de corrupción que empezó con el desorden interno de sus propios corazones. Israel perdió la brújula y cambió el bien por el mal y a Jehová por los baales. Los israelitas permanecieron siendo muy religiosos, pero ahora sumidos en una espiritualidad pagana que no les brindó liberación, sino esclavitud, pobreza y gran dolor.
Los israelitas, en completa ceguera espiritual, no eran capaces de discernir las consecuencias funestas de sus actos y decisiones. Ellos pusieron al Señor en su contra y la consecuencia espiritual natural fue una gran angustia (Jue. 2:15). Ese ciclo de angustia se repetiría una y otra vez de manera constante:
«Cuando el SEÑOR les levantaba jueces, el SEÑOR estaba con el juez y los libraba de mano de sus enemigos todos los días del juez; porque el SEÑOR se compadecía por sus gemidos a causa de los que los oprimían y los afligían. Pero acontecía que al morir el juez, ellos volvían atrás y se corrompían aún más que sus padres, siguiendo a otros dioses, sirviéndoles e inclinándose ante ellos; no dejaban sus costumbres ni su camino obstinado» (Jue. 2:18 – 19)
Este pasaje resalta con crudeza la corrupción y decadencia espiritual en la que se encontraba Israel. Su obediencia era circunstancial, temporal e interesada. La espiral de corrupción se hacía más grande y pesada con cada prueba. Pero esto no significó que el Señor dejara a Israel entregado por completo a sus propias consecuencias. Por el contrario, el Señor siguió haciendo uso de su gran compasión para con su nación elegida. Ahora buscara usar las naciones paganas, «para probar por medio de ellas a Israel, a ver si guardan o no el camino del SEÑOR, y andan en él como lo hicieron sus padres» (Jue. 2:22).
Valga toda esta larga introducción para hacer notar que debemos evaluar la trayectoria del pueblo de Dios en ese momento histórico bajo el lente de su propia realidad. Israel estaba desorganizada, sin un liderazgo espiritual sólido, entregada a las naciones que la rodeaban, mezclándose con ellos y olvidándose por completo de su Dios y de su pasado. Podríamos decir que fue un «borrón y cuenta nueva» que no produjo un avance, sino un terrible retroceso en todo sentido. Es muy conocida la frase que aparece en el libro y que describe el estado de la nación: «en aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que a sus ojos le parecía bien» (Jos. 17:6; 21:25). Es importante notar que el libro acaba dramáticamente con las historias de Dan y los ídolos de Micaía (17 – 18) y del levita y su concubina (19 – 21). Esas terribles historias sanguinarias e inimaginables en otro tiempo no hacen más que confirmar el drama desolador de Israel y lo bajo que habían caído en un gran espiral de corrupción imparable que no duró algunos años o décadas, sino que prevaleció por varios siglos.
Ante tal situación, es de esperarse que los jueces que asumieron el liderazgo de Israel tampoco tengan una gran altura moral o espiritual. Muchos de ellos son personajes desconocidos y sin historia, figuras que aparecieron de repente al ser convocados por el mismo Señor para traer un poco de paz y orden a una nación sumida y revolcada en su propio fango.
Otoniel, Aod, Samgal fueron jueces militares con sendas victorias y actos de valentía. Aunque ellos lograron libertad nacional para el pueblo, no hay un solo rastro de que hayan podido desatar las ligaduras morales y espirituales de Israel. El resto de jueces no es diferente a los primeros. Por ejemplo, Gedeón era un simple agricultor preocupado por no perder su cosecha cuando el Señor lo encontró y llamó mientras estaba sacudiendo el trigo escondido en un lagar. A pesar de todas sus victorias y su búsqueda del Señor, su historia termina con la creación idolátrica de un efod de oro (una prenda religiosa o una imagen) que causó más corrupción en Israel y la «… ruina de Gedeón y su casa» (Jue. 8:27). Después de la muerte de Gedeón, el pueblo volvió a olvidar al Señor y ni siquiera fueron agradecidos con los descendientes del juez (Jue. 8:34 – 35). Su hijo, Abimelec, lleno de ansias de poder y rodeado de «hombres indignos y temerarios» (Jue. 9:5) asesinó a sus hermanos y luego propició una guerra civil que terminó con su propia muerte.
Toa y Jair suman 45 años como jueces en Israel. Del primero, al parecer, no hay nada digno de ser mencionado. Del segundo, solo se señala que sus muchos hijos cabalgaban como príncipes y tenían cada uno una ciudad. Luego Jefté aparece como el hijo de una ramera, a quien sus hermanos echan de la casa familiar por su condición de bastardo. Sin embargo, unos años después vuelve como líder al ser convocado por su pueblo para librarlos de la opresión extranjera. Uno de los aspectos más tristes de la vida de Jefté es cuando hizo un voto necio al Señor que le hizo entregar a su única hija a una vida de castidad permanente.
Ibzán, Elón y Abdón pasan también inadvertidos como jueces, salvo que el primero buscó esposos y esposas extranjeros para sus 60 hijos, y el último también tuvo muchos hijos y nietos que cabalgaban como príncipes por Israel. Esas solas referencias me hacen pensar en una posición de abuso de poder más que en un líder que servía a Israel. Luego de esos jueces infames, vinieron como consecuencia 40 años de opresión filistea, que una vez más fue orquestada por el Señor.
El último de los jueces es el famoso Sansón. No hay duda que la historia de los jueces, como lo dijimos antes, marcha en un notable espiral espiritual descendente. Sansón ya ni siquiera aparece como un líder militar. Por el contrario, él aparece más como un personaje de telenovela o de un reality show que como un héroe bíblico. No daremos más detalles de una historia que conocemos muy bien. Lo único que podemos recalcar es que Sansón aparece como un hombre que fue usado por Dios aun sin él siquiera saberlo. La debacle moral y espiritual de Israel se ve reflejada en toda su magnitud en este hombre indomable por un lado, pero que por el otro lado actuaba como un perrito faldero delante de las mujeres que lo conquistaron. Sus victorias sobre los filisteos eran orquestadas por el Señor, pero para él no eran más que el resultado de sus propios intereses egoístas y de sus bajas pasiones. La devastación que iba dejando a su paso era tremenda y la venganza sobre la venganza se hacia cada vez más sanguinaria y cruel en ambos bandos. Aun los propios hombres de Judá le apresaron y entregaron a los filisteos, pero Sansón pudo romper las sogas que lo amarraban y matar mil hombres con solo una quijada de asno como arma. La historia de Sansón y Dalila solo nos entregó el final de una historia que se repitió de principio a fin. Sansón muere diciendo, «¡Muera yo con los filisteos!» (Jue. 16:30), poniendo punto final a 20 años de excesos y más excesos en un hombre que siempre pareció actuar como un adolescente impetuoso.
¿Por qué he hecho este largo recuento antes de entrar a la historia de Débora?
Es importante notar que la historia de los jueces, con toda su cruda realidad, no nos deja un patrón saludable de liderazgo al que podemos imitar o emular. Por el contrario, en medio de una nación oscurecida y corrupta, el Señor se manifestó en gracia al levantar líderes que no podían ni pudieron escapar del bajo estándar espiritual en que se encontraba la nación entera. De los 13 jueces que aparecen en el libro, siete aparecen con uno o más eventos específicos resaltados y seis, al parecer, no tienen mayores referencias dignas de ser recordadas. Es evidente que la liberación de Israel no fue producto de la integridad, la espiritualidad o las inteligentes estrategias militares de estos jueces, sino de la soberanía y la misericordia de Dios puesta en acción para con un pueblo que no lo merecía, pero que Dios amaba. Sin su divina dirección y voluntad, Israel hubiera perecido en su pecado, sumergido en el sincretismo cultural y religioso de las naciones que le rodeaban.
En nuestra próxima entrega estaremos hablando ya de Débora y de su labor como jueza de Israel.