Como mujer que soy, uno de los cuadros más patéticos para mí de los que aparecen en los evangelios, es el de la mujer con el flujo de sangre (Lucas 8:43-48). Cuando lo leí por primera vez, hace ya muchos años, me causó una gran impresión pensando en todo lo que había padecido aquella pobre mujer. Cierto que el relato termina con el milagro de Jesús dignificándola, pero ¡cuánto sufrimiento! El relato dice que aquella infeliz tenía doce años padeciendo esa enfermedad y había gastado ya todo lo que tenía en busca de su sanación. Es de imaginar su nivel de temor y desaliento.
En aquel tiempo, de acuerdo con la ley judía, toda mujer con un flujo de sangre era considera inmunda (Levítico 15:25), no podía asistir al templo ni a la sinagoga. Era relegada hasta por su propia familia, y su marido, si es que lo tenía, podía abandonarla sin explicación ni reclamos. Desde todos puntos de vista aquella mujer era una víctima, rechazada, humillada y excluida de toda relación social. Nadie debía acercársele. Para los judíos era una mujer impura y estaba bajo el juicio de Dios. Al dolor de vivir arrastrándose porque su anemia y su debilidad debieron haber sido grande, se añadía la gran tensión social, y el de ¿qué va a ser de mi en el futuro?…
Pero un día, quizás el de mayor desolación para ella, aquella mujer escuchó hablar de un hombre que hacía andar a los cojos, les daba vista a los ciegos, hacía oír a los sordos, y a Su paso los leprosos quedaban limpios (Mateo 11:5). ¿Sabría ella que era el Mesías? El texto no lo dice. Pero aquel hombre parecía hacer posible lo imposible. Ese día se activó su fe y sin importarle las barreras humanas, escabulléndose entre la multitud, se dispuso a llegar al borde del camino por donde había de pasar aquel hombre. Se acercó sigilosamente y bastó tan solo un toque de su mano al manto que El llevaba sobre los hombros. «Alguien me ha tocado» dijo el Maestro. Yante la negación de la gente agregó: «… de mi ha salido poder «. Y Jesús, al volverse y ver el dolor reflejado en el rostro de aquella mujer, agregó «Hija, tu fe te ha sanado. Vete en paz» (Lucas 8:46-48).
¡Qué dulce debieron sonar al oído de esta mujer esas palabras! Después de tanto rechazo de la sociedad, de sufrir tanta vejación, la voz de Jesús le devolvió el deseo de vivir. Y es que cuando el poder de la fe y el poder de Dios se encuentran, ocurre lo inimaginable. Cuando se agotan los recursos humanos y aparece en nosotros la impotencia es el mejor tiempo para que Dios derrame su amor, su bondad y sus bendiciones sobre nuestras vidas. Ese día desapareció de aquella mujer la pesadumbre; su desaliento se convirtió en esperanza, y de su vida sombría huyeron las oscuras sombras.
¿Te encuentras tu hoy en medio de una situación difícil? ¿Estás llena de desaliento y pesadumbre? Podría ser un negocio fracasado; una hijo o hija atrapada en adicción, un divorcio, una traición, una enfermedad… Si es así, si te sientes vulnerable, desesperanzada o dolida, si tu corazón sangra, déjame decirte que estás en el mejor momento para acudir al Señor. No permanezcas impasible. Activa tu fe. Atrévete. No te quedes relegada al borde del camino. Acércate a tu Dios. Si tienes fe en Jesús, estás unida al más grande proyecto de restauración de Dios. Este es el misterio de la cruz, que lo que para el mundo parece ser vergüenza se convierte en gloria; lo que parece ser derrota se convierte en victoria, lo que parece ser maldición se convierte en bendición y lo que parece ser pérdida se convierte en ganancia, restauración y redención.
Es mi deseo que ante los grandes desafíos que pueda presentarte la vida, Dios te conceda esa clase de fe que tuvo esta mujer.