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Agradecidos en todo: El secreto de una vida centrada en Dios

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En 1620, un grupo de peregrinos llegó a Massachusetts buscando libertad religiosa. Un año después, habiendo perdido la mitad de su población por las duras condiciones, decidieron hacer un servicio de acción de gracias a Dios. No fue un servicio de consolación por sus pérdidas, sino de gratitud por la benevolencia divina. Esta decisión revela una comprensión profunda de lo que significa vivir con una perspectiva centrada en Dios.

La gratitud como mandato, no como sugerencia

El apóstol Pablo no nos hace una sugerencia cuando dice «den gracias en todo» (1 Tes. 5:18). Usa el modo imperativo del verbo, estableciendo esto como una obligación para todo creyente. La gratitud debe ser tan evidente en nuestras vidas que, si fuera un delito condenable, todos deberíamos ser hallados culpables y enviados a prisión.

Es importante notar que Pablo dice «en todo», no «por todo». No tenemos que dar gracias por una migraña severa, pero podemos agradecer en medio de ella: por la medicina disponible, por alguien que puede ayudarnos, o simplemente por tener un techo donde refugiarnos. No existe circunstancia alguna en la que no tengamos al menos una razón para agradecer, especialmente cuando recordamos que Cristo Jesús siempre nos acompaña (Mat. 28:20).

La neurociencia moderna ha confirmado lo que la Biblia siempre enseñó: la gratitud produce cambios duraderos en la corteza prefrontal del cerebro. Las personas agradecidas experimentan menos dolor y estrés, sufren menos insomnio, tienen sistemas inmunológicos más fuertes y mantienen relaciones más sanas. Con razón, la gratitud es la voluntad de Dios para nuestras vidas.

Esta no es una técnica de autoayuda ni un ejercicio de pensamiento positivo. Es un mandato divino fundamentado en una verdad teológica profunda: Dios es soberano sobre todas las cosas, y todo lo que permite en nuestras vidas es para nuestro bien (Rom. 8:28). Cuando comprendemos esta realidad, la gratitud deja de ser una respuesta condicionada por las circunstancias y se convierte en una disposición constante del corazón. Pero para alcanzar esta perspectiva, primero debemos entender nuestra verdadera identidad.

La esclavitud que nos hace verdaderamente libres

Pablo se identifica como «esclavo de Cristo» (Rom. 1:1), usando la palabra griega doulos, no simplemente siervo. Un siervo es contratado; un esclavo es comprado y poseído. Cristo nos compró con Su sangre (1 Cor. 6:20), pagando un precio infinitamente superior a cualquier salario que pudiera recibir el ejecutivo mejor pagado del mundo.

Nuestra esclavitud es única en la historia: somos esclavos sentados a la diestra del Padre en Cristo (Ef. 2:6), somos linaje escogido, real sacerdocio, nación santa (1 Ped. 2:9). Nuestro Amo, el Adonai, es infinitamente benevolente, amoroso y misericordioso. Él tomó a Sus esclavos y los hizo parte de Su familia, adoptándolos como hijos (Ef. 1:5). Nos compró para siempre, liberándonos de la culpa, del pecado y de nuestras propias pasiones destructivas.

Santiago nos enseña que «toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces» (Sant. 1:17). Todo lo bueno en nuestra vida proviene de Dios. Y lo que catalogamos como «malo» también forma parte de Su plan sabio, pues las pruebas producen paciencia y nos perfeccionan de maneras que ninguna otra circunstancia podría lograr (Sant. 1:2-4).

Entender que somos propiedad de Cristo cambia radicalmente nuestra perspectiva. Ya no vivimos para nosotros mismos, sino para Aquel que nos compró. Esta verdad debería eliminar toda queja de nuestros labios, porque un esclavo no cuestiona las decisiones de su amo, especialmente cuando ese Amo es perfectamente sabio, completamente bueno y absolutamente soberano. Sin embargo, la realidad es que luchamos constantemente contra una inclinación profundamente arraigada en nuestro corazón caído.

Incredulidad e ingratitud: dos actitudes comunes con consecuencias severas

Desde la caída (Gén. 3), la inclinación natural del corazón humano es hacia la queja. ¿La razón? Nuestros ojos se volvieron hacia nosotros mismos. Juzgamos las experiencias no conforme al estándar de Dios, sino según cómo afectan nuestros propósitos personales.

Romanos 1 revela que la incredulidad y la ingratitud forman el binomio que provoca la ira de Dios. Dios muestra Su ira contra aquellos que, habiendo conocido la verdad evidente acerca de Él a través de la creación, no quisieron adorarlo como Dios ni darle gracias (Rom. 1:18-21).

La ingratitud produce amnesia selectiva: olvidamos los mares que Dios abrió en el pasado (Ex. 14:21-22), Su compañía en las tormentas, los oasis que proveyó en el desierto (Ex. 15:22-27), las innumerables ocasiones cuando fuimos perdonados. Glorificamos el pasado y condenamos el presente, como Israel en el desierto, añorando las cebollas de Egipto (Núm. 11:5) mientras despreciaban la presencia de Dios.

La queja revela una perspectiva torcida donde nosotros ocupamos el centro y Dios es relegado a un papel secundario como proveedor de nuestros deseos. Cuando las cosas no salen como queremos, nos sentimos con derecho a protestar, como si Dios nos debiera algo. Esta actitud es fundamentalmente idolátrica: hemos destronado a Dios y nos hemos coronado a nosotros mismos.

Cristo nos sacó del mundo de la frivolidad, del camino de perdición, de lo carnal y esclavizante, y nos transfirió al mundo de lo eterno, lo celestial, lo extraordinario y lo santo (Col. 1:13). Fuimos comprados para servir exclusivamente a Dios, consagrados para Su uso. En esta relación única de Amo y esclavo, encontramos nuestra verdadera libertad y propósito. La gratitud, entonces, es la respuesta natural del corazón que ha experimentado tal gracia transformadora.

El ejemplo que nos inspira

Pablo, quien menciona la palabra «gracias» 43 veces en sus cartas (30% de todas las menciones bíblicas), nos enseña que ni las persecuciones, falsas acusaciones, latigazos, prisiones o naufragios (2 Cor. 11:23-28) pudieron quitarle su sentido de gratitud. Sabía que estaba viviendo el propósito de Dios, sin importar las circunstancias.

En Filipenses 4:6-7, nos da la fórmula: mediante oración y súplica, con acción de gracias, presentemos nuestras peticiones. El resultado será la paz de Dios que guarda nuestros corazones de la ira, frustración y resentimiento, y nuestras mentes de pensamientos que nos acosan y martillan.

El Salmo 103 nos llama a esta práctica: «Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de Sus beneficios» (Sal. 103:2). David entendía que debía hablarle a su alma, recordándole deliberadamente las razones para la gratitud cuando las emociones lo empujaban hacia la queja.

Dos maneras de vivir

Hay solo dos maneras de vivir: centrados en nosotros mismos o centrados en Dios. Una produce quejumbre; la otra, gratitud. Cuando Dios es el norte de nuestra brújula, el eje alrededor del cual gira toda nuestra vida, el propósito de nuestra existencia y el deleite de nuestro corazón, la gratitud fluye naturalmente como expresión de una vida verdaderamente centrada en Él.

Cada mañana, recuerda que fuiste comprado para los propósitos de Cristo, no los tuyos. En momentos de frustración, habla verdad a tu alma, recordándole los beneficios del Señor. Reconoce que toda irritación persistente es señal de no aceptar la voluntad de Dios. Practica dar gracias en toda circunstancia, no necesariamente por toda circunstancia. Recuerda que servir a Dios en cualquier ocupación es un privilegio liberador.

La gratitud es la expresión gozosa de un corazón que ha experimentado la bondad y gracia de Dios, reconociendo que todo lo bueno proviene de Su mano y todo lo malo es parte de Su plan sabio para moldear nuestro carácter. No es una emoción que esperamos sentir; es una decisión que tomamos basados en quién es Dios y en quiénes somos nosotros en relación con Él.

Esta es la voluntad de Dios para ti en Cristo Jesús: que vivas con un corazón rebosante de gratitud, reconociendo que has sido comprado por un precio incomparable para vivir exclusivamente para la gloria de Aquel que te amó y se entregó a sí mismo por ti.