Los tres oficios de Cristo —Profeta, Sacerdote y Rey— revelan cómo Él cumple perfectamente Su rol como mediador entre Dios y la humanidad. Como Profeta, Cristo no solo trajo la verdad divina, sino que Él mismo es la verdad; como Sacerdote, fue tanto el sacrificio perfecto como quien lo ofreció; y como Rey, gobierna con autoridad absoluta sobre toda la creación. Estos tres oficios, inseparablemente unidos en Su persona, garantizan nuestra completa reconciliación con Dios.
En la historia de la redención, ningún tema revela más gloriosamente la persona y obra de Cristo que Sus tres oficios divinos. Aunque este concepto se discute poco fuera de los círculos teológicos académicos, Juan Calvino lo consideró fundamental para entender la obra mediadora de Cristo. Como señaló Martyn Lloyd-Jones, en Cristo tenemos «un profeta sacerdotal, un rey profeta y un rey sacerdotal»: una perfecta integración de roles que ningún otro ser humano podría cumplir.
El apóstol Pablo declara que hay «un solo Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre» (1 Ti. 2:5). La palabra griega mesitēs (mediador) describe a alguien que garantiza la ejecución de todos los términos de un pacto y restaura la paz entre partes irreconciliadas. Cristo cumplió esta función mediadora precisamente a través de Sus tres oficios: Profeta, Sacerdote y Rey.
El abismo que necesitaba un puente
Desde la caída en el Edén (Gn. 3), la humanidad quedó separada de Dios por un abismo imposible de cruzar. El pacto de obras establecido con Adán fue quebrantado, lo que dio como resultado muerte espiritual y separación eterna. Job, en su sufrimiento, expresó perfectamente este dilema universal: «¿Cómo puede un hombre ser justo delante de Dios?» (Job 9:2). Reconocía que, aunque fuera íntegro, no podría presentarse ante Dios en juicio, pues «si alguien quisiera discutir con Él, no podría contestar ni una vez entre mil» (Job 9:3).
Job anhelaba un árbitro, alguien que pudiera poner su mano sobre ambos —Dios y el hombre— y mediar entre ellos. «No hay árbitro entre nosotros», lamentó (Job 9:33). Esta revelación no vino de carne ni sangre, sino del Espíritu mismo, preparando los corazones para el Mediador que vendría.
Cristo vino a ser ese puente sobre el abismo, y la cruz fue el medio por el cual cruzamos de muerte a vida. Pero, para cumplir esta función mediadora de manera perfecta y completa, Él debía ejercer tres oficios distintos, aunque inseparables. El primero de ellos nos revela quién es Dios y qué demanda de nosotros.
Cristo como Profeta: la Palabra final de Dios
El oficio profético de Cristo comenzó a revelarse claramente a través de Moisés, quien profetizó: «Un profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará el Señor tu Dios; a él oirán» (Dt. 18:15). Pedro confirmó que este profeta era Cristo, advirtiendo que «todo el que no preste atención a aquel profeta, será totalmente destruido de entre el pueblo» (Hch. 3:23).
El autor de Hebreos presenta magistralmente a Cristo como el Profeta supremo: «Dios, habiendo hablado hace mucho tiempo, en muchas ocasiones y de muchas maneras a los padres por los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por Su Hijo» (He. 1:1-2). Este texto revela verdades asombrosas sobre este Profeta: Él es la revelación final de Dios, el Hijo eterno, heredero de todas las cosas, creador del universo, el resplandor de Su gloria y la expresión exacta de Su naturaleza (He. 1:3).
A diferencia de los profetas anteriores, que hablaban en nombre de Dios, Cristo habló como Dios mismo. Por eso tuvo la autoridad para declarar desde el monte: «Ustedes han oído que se dijo… pero Yo les digo» (Mt. 5:21-22). Él no solo trajo el mensaje; Él era el mensaje. No solo proclamó la verdad; Él es la Verdad personificada. Como dijo a Pilato: «Para esto Yo he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Jn. 18:37).
Como Profeta, Cristo reveló perfectamente la voluntad de Dios y expuso la condición del corazón humano. Pero revelar la verdad sobre nuestro pecado solo agrava el problema si no existe una solución. La humanidad necesitaba algo más que un mensaje; necesitaba un sacrificio. Y para eso, Cristo ejerció Su segundo oficio.
Cristo como Sacerdote: el sacrificio que satisfizo a Dios
El sacerdocio de Cristo fue tipificado más ampliamente en el Antiguo Testamento que cualquiera de Sus otros oficios. Mientras los sacerdotes del antiguo pacto ofrecían sacrificios diariamente que nunca pudieron calmar la conciencia de los pecadores ni remover verdaderamente el pecado, Cristo ofreció un sacrificio único y perfecto (He. 10:4).
El Día de la Expiación (Lv. 16) prefiguró perfectamente la obra sacerdotal de Cristo. El chivo expiatorio, sobre el cual se transferían simbólicamente los pecados del pueblo, era llevado fuera del campamento, tal como Cristo fue crucificado fuera de la ciudad. El pueblo gritaba «¡Azazel!» (fuera), así como gritaron respecto a Jesús: «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo!» (Jn. 19:15).
El autor de Hebreos enseña que todo sumo sacerdote debía ser tomado de entre los hombres; por eso Cristo se encarnó. Debía también compadecerse de los débiles, y Cristo «ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado» (He. 4:15). Los sacerdotes terrenales ofrecían sacrificios por sus propios pecados y los del pueblo, pero Cristo, siendo sin pecado, ofreció sacrificio únicamente por los pecados del pueblo (He. 5:1-5).
Lo revolucionario es que Cristo fue simultáneamente sacerdote y sacrificio. Abraham recibió la promesa de que «Dios proveerá» (Gn. 22:8), sin saber que esa provisión sería el mismo Hijo de Dios. El autor de Hebreos declara: «Porque por una ofrenda Él ha hecho perfectos para siempre a los que son santificados» (He. 10:14). Por eso, mientras los sacerdotes del antiguo pacto permanecían de pie —nunca había sillas en el tabernáculo ni en el templo—, Cristo se sentó a la diestra del Padre; Su obra expiatoria estaba completa (He. 10:12).
El oficio sacerdotal de Cristo garantiza que la deuda del pecado ha sido pagada por completo. No hay necesidad de añadir nada a Su sacrificio perfecto. Pero la obra de redención no termina con el perdón; requiere también gobierno y autoridad para ejecutar el plan divino hasta su consumación final. Por eso, Cristo ejerce un tercer oficio.
Cristo como Rey: la autoridad que gobierna todo
El reinado de Cristo fue profetizado desde el patriarca Jacob: «El cetro no se apartará de Judá, ni la vara de gobernante de entre sus pies, hasta que venga Siloh, y a él sea dada la obediencia de los pueblos» (Gn. 49:10). El profeta Isaías anunció que: «El aumento de Su soberanía y de la paz no tendrán fin sobre el trono de David y sobre su reino» (Is. 9:7). María recibió la promesa de que su hijo ocuparía el trono de David eternamente (Lc. 1:32-33).
Antes de ascender, Cristo declaró: «Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra» (Mt. 28:18). Pablo resalta esta verdad al afirmar que «en Él fueron creadas todas las cosas, tanto en los cielos como en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos o dominios o poderes o autoridades; todo ha sido creado por medio de Él y para Él. Y Él es antes de todas las cosas, y en Él todas las cosas permanecen» (Col. 1:16-17).
Cristo es especialmente la cabeza de la Iglesia, reinando sobre aquellos que compró con Su sangre (Ef. 1:22-23). Como Rey, no solo gobierna, sino que garantiza la victoria final sobre todos Sus enemigos, cumpliendo perfectamente Su rol de mediador (1 Co. 15:25).
Los tres oficios de Cristo convergen perfectamente en la cruz y la resurrección. Como Profeta, Él reveló la verdad que saca al hombre de la oscuridad del pecado. Como Sacerdote, pagó la deuda que mantenía a la humanidad bajo condenación. Como Rey, abrió el camino para la reconciliación definitiva entre Dios y el hombre. Por eso Pablo declara que «Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:9-11).
El Mediador que lo tiene todo
Cristo no solo trajo el mensaje de salvación; Él es el mensaje. No solo ofreció el sacrificio; Él fue el sacrificio. No solo anunció el reino; Él es el Rey eterno.
Los tres oficios de Cristo revelan la perfección y suficiencia de Su obra mediadora. Como Profeta, Sacerdote y Rey, Él cumplió todo lo necesario para nuestra completa redención. No existe ni existirá jamás otro mediador igual.
Esta verdad gloriosa demanda una respuesta de adoración profunda y transformación práctica. Si Cristo es tu mediador incomparable —Profeta, Sacerdote y Rey—, entonces tu vida debe reflejar Su señorío en cada área. No puedes recibir selectivamente uno de Sus oficios mientras rechazas los otros; debes someterte a Su palabra profética, descansar en Su obra sacerdotal y obedecer Su autoridad real.
Escucha Su voz profética: sumerge tu mente en las Escrituras diariamente, pues Cristo es la Verdad que ilumina toda oscuridad.
Descansa en Su obra sacerdotal: deja de intentar ganar el favor de Dios por tus obras; Cristo ya pagó completamente tu deuda.
Sométete a Su autoridad real: entrega cada área de tu vida —familia, trabajo, recursos, decisiones— bajo Su señorío absoluto.
Adora con una nueva perspectiva: contempla regularmente estos tres oficios en tu adoración personal y corporativa.
La salvación pertenece a nuestro Dios y al Cordero que está en el trono. En Él tienes todo lo necesario para la vida y la piedad, tanto para el tiempo presente como para la eternidad venidera. Adórale como nunca antes, sabiendo que tienes en Cristo al mediador incomparable que cumple perfectamente todo lo que tu alma necesita —¡por los siglos de los siglos!




