Hace apenas dos meses llegó mi segundo bebé, y aunque ya conocía los desvelos de la maternidad con mi hijo mayor, esta nueva etapa ha traído consigo una mezcla de agotamiento y gratitud que no puedo explicar del todo. En las madrugadas, cuando todo está en silencio y estoy acunando a mi pequeño para que vuelva a dormir, encuentro una paz inesperada. Es en esos momentos —cuando el mundo parece detenido— que mi corazón se vuelve hacia Dios, y medito en lo inmenso, tierno y constante que es su amor. Me doy cuenta de que, en mi limitado amor de madre, hay un reflejo del amor incondicional que Dios tiene por cada uno de nosotros.
La maternidad es una de las experiencias más transformadoras que una mujer puede vivir. No solo nos cambia el cuerpo, la rutina y las prioridades, sino que también nos abre una ventana íntima hacia el corazón de Dios. En medio del cansancio, la ternura, los desafíos y las alegrías, podemos vislumbrar con mayor claridad la profundidad del amor incondicional de Dios por sus hijos.
Amor que precede a toda respuesta
El amor de Dios por nosotros no depende de lo que hacemos o dejamos de hacer; Él nos amó primero. Romanos 5:8 dice: “Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros.” Este amor no espera que nos ganemos su favor. Es un amor que nace de su naturaleza, no de nuestro comportamiento.
Esto se refleja poderosamente en la maternidad desde el primer momento en que una mujer se entera de que está esperando un hijo. Aún antes de conocer el rostro de ese bebé, antes de que pueda pronunciar una palabra o hacer algo que “merezca” amor, ya lo ama con una intensidad que no puede explicarse con lógica. No importa cómo sea el embarazo, si el bebé nace sano o no, si es tranquilo o llorón; la madre ya lo ama simplemente porque es suyo. Así es también el amor de Dios: nos ama simplemente porque somos suyos.
Amor paciente en medio de los errores
Dios es paciente con nosotros. Nos corrige, sí, pero nunca deja de amarnos ni se da por vencido. Como dice 2 Pedro 3:9, “El Señor es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca.”
Las madres viven esta paciencia de forma diaria. Cuando un niño se equivoca, desobedece, rompe algo o tiene una rabieta, la madre no deja de amarle. Tal vez sienta frustración o cansancio, pero su amor permanece. Más aún, muchas veces se esfuerza por comprender lo que hay detrás de la conducta: si el niño está cansado, enfermo o necesita atención. De igual manera, Dios ve más allá de nuestros errores. Él no nos define por nuestras fallas, sino por su gracia obrando en nosotros.
Amor que protege y sostiene
El amor de Dios es un refugio. Salmo 91:4 dice: “Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro.” Su amor nos envuelve, nos cuida, nos defiende.
La maternidad nos lleva, casi instintivamente, a convertirnos en protectoras. Una madre vigila el sueño de su hijo, se despierta al menor ruido, pone límites no por capricho sino para proteger. A veces, eso implica tomar decisiones difíciles: llevar al niño al médico aunque llore, decirle “no” a algo que desea pero que no le conviene. Este reflejo maternal nos recuerda cómo Dios vela por nosotros, incluso cuando no entendemos sus caminos. Su amor no es permisivo, es protector.
Amor que se sacrifica
El amor de Dios es un amor que se entrega por completo. Juan 3:16 lo resume así: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito…” Es un amor que da, que sufre, que se ofrece.
En la maternidad, el sacrificio es cotidiano: noches sin dormir, renuncias personales, preocupaciones constantes. Pero, a pesar del desgaste, la madre continúa dando. Lo hace por amor. Y aunque muchas veces nadie lo note o lo agradezca, ella sigue. Así también es Dios, Él no se cansa de amar.
Amor que nunca se da por vencido
Quizás una de las características más conmovedoras del amor de Dios es su fidelidad. Jeremías 31:3 dice: “Con amor eterno te he amado; por eso te sigo mostrando mi fidelidad«.
Hay historias de madres que oran por años por sus hijos, que los esperan cuando se han alejado, que los reciben de vuelta con los brazos abiertos. El amor materno, en su mejor expresión, no se rinde. Puede doler, puede estar herido, pero no deja de amar. Esta fidelidad es un reflejo del corazón del Padre. Aunque nosotros le fallemos, Él permanece fiel.
Una invitación a reflejar Su amor
La maternidad, con toda su intensidad, es una oportunidad divina para reflejar el carácter de Dios. No se trata de alcanzar una perfección inhumana, sino de permitir que el amor de Dios nos transforme y fluya a través de nosotras. A medida que cuidamos, instruimos, corregimos y acompañamos a nuestros hijos, el Señor también nos cuida, nos instruye y nos ama.
Ya seas madre biológica, adoptiva, espiritual o estés en camino a serlo, recuerda que el amor que das no está separado del amor de Dios. Él es la fuente inagotable que te sostiene. Y cada acto de amor, por pequeño que parezca, es una semilla que siembras con valor eterno.
Que podamos seguir creciendo en la comprensión del amor de nuestro Padre, y reflejarlo con fidelidad a la siguiente generación.
“El amor nunca deja de ser.” —1 Corintios 13:8a