Paradójicamente, a pesar del apresurado ritmo del mundo en que vivimos y nuestras agendas ocupadas, muchas veces no tenemos claridad de por qué́ hacemos lo que hacemos o hacia dónde nos está dirigiendo. Vivimos en medio de demandas laborales, ofertas académicas, y un constante bombardeo social, persiguiendo llenar consciente o inconscientemente los estándares implícitos, mas no siempre plenamente satisfechos con los resultados.
Creo que es seguro decir que todos deseamos saber y sentir que estamos viviendo con propósito, que nuestras vidas persiguen un objetivo valioso. Independientemente del reconocimiento y el éxito que podamos obtener en nuestro entorno, al final del día anhelamos sentir que lo que hacemos tiene sentido, un sentido que va más allá de resoluciones temporales a circunstancias efímeras. El escritor, académico y teólogo cristiano C. S. Lewis, dijo:
“Si encuentro en mí mismo un deseo que nada de este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo. Si ninguno de mis placeres terrenales lo satisface, eso no demuestra que el universo es un fraude. Probablemente los placeres terrenales nunca estuvieron destinados a satisfacerlos”.
Nuestro anhelo por propósito es parte del diseño de Dios. La razón por la que frecuentemente se encuentra insatisfecho es porque buscamos llenarlo a la manera del mundo y no a Su manera. Veamos juntas dos verdades que nos pueden ayudar a ver y abrazar el propósito final de Dios para nuestras vidas.
Una Verdad Elemental: Se Trata de Él
Según el catecismo menor de Westminster, el fin principal de la existencia del hombre es glorificar a Dios y gozar de Él para siempre. Esto es coherente con lo que Dios dice en Isaías 43:7, “a todo el que es llamado por Mi nombre, y a quien he creado para Mi gloria…” Pablo lo expresa de forma más práctica en 1 Corintios 10:31, “ya sea que coman, que beban, o que hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios.” Es claro que para Dios el éxito no se mide en proporción a nuestros logros terrenales, sino en qué tanto le damos gloria a Él con nuestra manera de vivir. Pero, ¿Cómo podemos discernir si nuestras vidas le dan gloria a Dios? Preguntándonos qué tanto reflejamos la imagen de Jesús.
Aquellos que son conocidos por Dios, predestinados, llamados, justificados, y finalmente glorificados, Él los ha escogido con el fin de transformarlos a la imagen de Su Hijo. Nuestros trabajos, posesiones, familias, relaciones, y todo lo que somos no son el fin último de nuestras vidas, sino instrumentos en manos de Dios para transformarnos a Su imagen. A medida que esto se cumple en nosotros, nos sobrecoge un sentido de satisfacción y plenitud que responde a nuestra búsqueda de propósito.
Una manera práctica en la que podemos analizar nuestra vida actual o decisiones futuras, es siendo intencionales en filtrar todo a través del espejo de Cristo. Podemos preguntarnos si lo que queremos hacer, decir, tener, etc., ¿me acerca a Jesús? ¿O me aleja de Él? ¿Esto me hace desearlo más? ¿O reduce mi deseo por Él? ¿Me hace parecerme más o menos a Jesús? Es casi imposible que estas preguntas no nos sacudan. En mi caso, siempre me ayudan a enfocarme—o confrontarme—cuando las aplico en diferentes áreas de la vida. Cuando entendemos que nuestro propósito es ser transformados a Su imagen para Su gloria, podemos ser intencionales en evaluar todo lo que Dios ha puesto en nuestra vida a la luz de ese glorioso fin.
Jesús dijo: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la pierde; y el que aborrece su vida en este mundo, la conservará para vida eterna” (Juan 12:24-25). Si entendiéramos el principio de morir para vivir; de renunciar a nuestras migajas para dar fruto abundante en Él, seríamos como árbol plantado junto a corrientes de agua, que da su fruto a su tiempo y su hoja no se marchita. Y en todo lo que hace, prospera para Su gloria. (Salmo 1:3)
Una Mandato Innegociable: Hacer Discípulos
El propósito de Dios no se reduce a nuestras vidas, Él está obrando en todo Su pueblo. Dios nos invita a ser parte de la expansión de Su reino, a que otros también puedan conocerle y ser transformados por el mismo Espíritu que obra en nosotros. A medida que nos parecemos más a Él, somos movidos a servirle con toda nuestra vida. Tal como dice Pablo, “el amor de Cristo nos apremia…Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos.” (2 Cor. 5:14-15).
La Gran Comisión dada en Mateo 18 nos revela una aplicación práctica del propósito de Dios para nuestra vida. Hacer discípulos no constituye una tarea más en la lista, es el mandato que Jesús dejó a sus discípulos antes de ascender al cielo. El compromiso con la Gran Comisión deber ser asumido por cada creyente, y todos nuestros contextos —laborales, personales y demás— deber ser abrazados como medios para este fin.
En ocasiones, las interrogantes acerca del propósito pueden estar relacionadas a un sentimiento de incertidumbre en cuanto a qué hacer con nuestras vidas. La Gran Comisión responde a esta pregunta. El Señor nos ha encomendado claramente una tarea, y nosotros debemos reflexionar si en nuestra manera de vivir estamos persiguiendo ese objetivo.
John Paton, un misionero escocés del siglo XIX conocido por su trabajo evangelizador en las Islas Nuevas Hébridas, habiendo enfrentado grandes peligros, hostilidad de los pueblos locales y enfermedades, dedicó su vida fielmente a predicar el evangelio, haciendo discípulos y plantando iglesias. Paton escribió en uno de sus diarios:
“Permíteme guardar registro de mi firme convicción de que este es el servicio más noble en el que cualquier ser humano pueda invertir o invertirse. Si Dios me devolviera mi vida para vivirla otra vez, con toda seguridad y sin dudarlo ni por un momento la pondría sobre el altar para Cristo; para que Él la use como antes, en semejantes ministerios de amor, especialmente en medio de aquellos que nunca han escuchado el nombre de Jesús”.
Conocer a Jesús nos transforma, darlo a conocer extiende esa transformación a otros. En todo esto Dios se glorifica. Cuando meditemos en cómo invertir nuestras vidas con propósito, recordemos las famosas palabras de C.S. Lewis, “todo lo que no tiene valor eterno, es eternamente inútil”. Y nunca olvidemos: se trata de Su gloria.