En la década de los años sesenta proyectaron en una de las salas de cine de mi ciudad una película titulada “Bodas de Oro». Era un drama en el que los actores, estaban celebrando sus 50 años de casados. Deciden evocar su noviazgo y sus años de matrimonio, y en un «flashback» presentan diferentes momentos, partiendo del día en que se conocieron. La película relata su apasionado romance y la fuerza del amor que los llevó a unirse en matrimonio. Presenta, además, con una realidad magistral la entrega de los primeros años de casados, y luego, cómo, con el paso del tiempo, la pasión fue decayendo hasta convertirse en una relación fría, desapasionada, tediosa y sufrida. Después de un tiempo de casados se inició entre ellos la falta de comunicación, las respuestas inadecuadas, el aburrimiento, el desencanto, las desavenencias en sentido general, y las escapadas e infidelidades de parte de él. Ella derramó muchas lágrimas porque las traiciones ocurrieron más de una vez y tuvo que hacer un enorme sacrificio para poder perdonarlo una y otra vez, una y otra vez. Pero al final, después de cincuenta años de casados, los dos, con una gran alegría y una gran satisfacción estaban celebrando sus «Bodas de Oro» en medio de toda su descendencia, sin que una pisca de arrepentimiento se notara en sus rostros. Yo me identifiqué mucho con aquel drama porque en mi vida, al igual que la protagonista de la película, fueron muchas las veces que tuve que perdonar.
En aquel momento yo no conocía aún el evangelio, pero había un ángel alrededor de mi (mi padre), que sí lo conocía, y cuantas veces quise tirar la toalla, él hacía presencia para hacerme borrar todo mi dolor y recordarme que el perdón no es un sentimiento, sino una decisión y que representa un acto de la voluntad.
Esto, unido a otras consideraciones que me presentaba, me hacía rendirme de nuevo, una y otra vez y volver a perdonar a mi cónyuge.
Reconozco mis hermanas, que el perdón no es un tema fácil de abordar, ni en aquella época ni en ésta porque requiere de un gran renunciamiento que pocos estamos dispuestos a ofrecer, particularmente en este tiempo en el que lo que prevalece es un hedonismo rampante, y un amor propio exacerbado, en la que hablar de perdón es casi una ofensa, aún para los cristianos.
Pero, a ti si eres cristiana, permíteme hacerte una pregunta: ¿qué tan dispuesta estás a perdonar? Te confieso que yo creía que no podía, pero en verdad nunca me sentí más liberada que desde que probé hacerlo. Al perdonar opto por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído conmigo al ofenderme, y por lo tanto, lo libero en cuanto deudor, pero lo más importante es que me libero a mí misma de una carga muy difícil de soportar. Decía alguien que «no perdonar es como llevar unos tizones encendidos en las manos. Eres tú mismo el que te quemas».
Uno de mis pasajes favoritos en la Biblia es el evangelio de Mateo 18:21-22. Nos relata un momento en el que Pedro el apóstol, andando con Jesús, se le acerca en un momento dado y le pregunta: «Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí que yo haya de perdonarlo?» ¿Hasta siete veces?… A lo que Jesús le respondió: no te digo hasta siete veces sino hasta setenta veces siete». La respuesta del Maestro debió dejar a Pedro sencillamente «tieso». Me lo Imagino tratando de multiplicar siete por siete = … porque la enseñanza judía en el Antiguo Testamento era que se debía perdonar solo hasta tres veces. De manera que aquel predicamento nuevo y extraño para él lo dejaba sencillamente sin argumentos.
Pero tú, sólo tienes que mirar a la cruz. Es el mayor exponente del perdón. Jesús se hizo pecado sin haberlo cometido nunca para que tú y yo, que creemos en El, seamos liberadas y tengamos acceso a la vida eterna. Demostrar que los cristianos no somos capaces de perdonarnos unos a otros es una derrota espiritual. ¿Por qué querría alguien hacerse cristiano si mostramos tener los mismos problemas de los que no lo son? El perdón te permite liberarte de ti mismo y parecerte más a Cristo. Ten presente que el perdón a ti no te cuesta nada, porque ya le costó todo a Cristo en la cruz.
Después de haber leído este mensaje, me atrevo a preguntarte ¿qué tan dispuesta estás a perdonar? Piénsalo. Analiza tus emociones Dice Rom. 12:18 que «en cuanto de ti dependa de que haya paz con todos». Yo intenté vivir una vida cristiana sin perdonar pero no tenía paz hasta tanto me convencí que debía perdonar. Te aseguro que mi existencia era algo tóxica hasta tanto no logré entender que estaba distorsionando la perspectiva de Dios para mi vida.
Y algo que no te he dicho aún: si no quieres que Satanás sea el que controle tus emociones, perdona. Así lo dice 2 Corintios 2:11, que debemos perdonar si queremos que Satanás no gane ventaja sobre nosotros. Dice John MacArthur que «todo lo que el diablo tiene planeado se malogra con el perdón porque el perdón frustra el orgullo, demuestra misericordia, restaura el gozo, prueba la obediencia y revitaliza la comunión fraterna». De modo que negarte a perdonar es caer en la trampa del diablo.
A ti, hermana, te digo: perdona si no lo has hecho aún. Ten presente que perdonar a ti no te cuesta nada porque ya le costó la vida a Cristo en la cruz. Yo decidí hace mucho tiempo que estoy siempre dispuesta a perdonar y desde entonces tengo la paz que sobrepasa todo entendimiento (Fil. 4:7) A ti de nuevo te digo: aquieta tu mente confundida si lo estás. Perdona. No malgastes el privilegio de estar viva.