En la época en que yo me casé la costumbre era casarse joven. La meta de las muchachas era el matrimonio. Ciertas posiciones laborales que hoy suelen ocupar, en ese tiempo eran solo para hombres. Términos tales como empoderarse, ser emprendedora, competitiva, proactiva y otros tantos ni siquiera se conocían, y los que se conocían no se aplicaban a las mujeres. Me enamoré muy temprano y al poco tiempo fui al matrimonio. De modo que no es de extrañar que a los veintiún años ya tuviera mi primera hija.
Cuando miro hacia atrás y recuerdo el momento de mi primer parto, cuando el doctor puso sobre mi vientre a aquella criaturita, no puedo dejar de temblar de emoción. Ese primer grito fue para mí lo más hermoso que haya podido sucederme. Desde ese momento mi vida cambió totalmente. Comencé a vivir menos para mí y más para ella. Cuando la tenía en mis brazos y veía su carita risueña llegué a pensar que nunca llegaría a amar a nadie más de la misma manera. Pero no pasó mucho tiempo sin que quedara embarazada de nuevo y Dios me premió con tres hijos más. Entonces inicié un nuevo aprendizaje. Aprendí que una madre ama a todos sus hijos por igual, algo que hasta ese momento me parecía casi imposible, que el amor que siente por aquellos que crecieron en sus entrañas es incondicional, que el amor de una madre no se fracciona. Podría suceder que cuando los hijos van creciendo la relación de la madre con algunos de ellos luzca diferente, pero eso suele suceder más bien por el temperamento o las necesidades de cada uno de ellos. Pero el poder del amor de una madre por un hijo es incondicional, no se parcializa, ni se fragmenta. La madre se da, su entrega es sin límites. Las mujeres, como por naturaleza somos más sensitivas y más observadoras que los padres, conectamos más fácilmente con ellos. Por tanto, percibimos mejor sus cambios emocionales y podemos advertir más a tiempo cuando algo fuera de lo normal está ocurriendo en sus vidas.
Siempre me ha parecido extraño cuando leo la Biblia, la relación de Sansón y su madre. Aquel gigante de quien Dios esperaba que librara a su pueblo de las manos de los Filisteos, y que terminó en un completo fracaso. Si conoces la historia habrás notado que el ángel del Señor se le apareció dos veces a la madre, no al padre, le anunció el embarazo y le dio las instrucciones de lo que debía hacer con él niño cuando naciera. Aún más, en un momento en que el ángel hace una segunda aparición, Manoa, el padre, le pregunta qué fue lo El que le dijo a su esposa, y el Ángel solo responde: «que la mujer atienda a todo lo que le dije” (Jueces 13:13). De modo que Dios le entregó una gran encomienda y una gran responsabilidad a la madre de Sansón. Si continuamos leyendo el pasaje, nos encontramos con que un día él despedazó un león con sus propias manos, y dice la Biblia que no contó lo sucedido (Jue 14:5-6). Más adelante destrozó un panal de abejas también con sus propias manos y no contó lo que había hecho (Jueces 14:6 -9). Llegó a la casa, le dio a comer de la miel a sus padres, pero éstos ni siquiera le preguntaron de donde la había sacado. Es de imaginar que después de haber despedazado un cabrito con sus propias manos, sus ropas estarían ensangrentadas, y si destrozó un panal de abejas también con sus propias manos tendría miel por todo su cuerpo. ¿Se interesaron sus padres por esas hazañas? ¿Hubo alguna reacción de parte de la madre, algún cuestionamiento? «(Jue 14:9) Tampoco. ¿Qué pasaba con esta madre que no se interesaba por aquel hijo? ¿Cómo pudo ser tan poco observadora? Evidentemente, no había ninguna comunicación en esa familia. Y lamentablemente, todos conocemos el triste final de Sansón. Además de pasar su vida entre prostitutas, murió ciego porque los filisteos le sacaron los ojos, y aplastado entre columnas que él mismo derribó con la poderosa fuerza que Dios le había dado para que defendiera a Israel. Dios lo abandonó a su suerte, se apartó de él por sus pecados (Jue 16:20). ¿Cómo se sentiría la madre de Sansón al enterarse? ¿No se sentiría ella culpable por no haber estado pendiente del hijo de sus entrañas?
A ti, si eres madre, te pregunto: ¿Qué tiempo le dedicas a tus hijos? ¿Conversas con ellos? ¿Te interesas por lo que les ocurre? Las madres somos por naturaleza más sensitivas y más observadoras que los hombres. Por tanto, percibimos con más facilidad sus cambios emocionales ¿Te interesas por sus estados de ánimo, por sus necesidades? ¿Los escuchas cuando se te acercan a contarte algo, aún si te pareciere una tontería? El Psicólogo Carl Rogers dice «que escuchar es la forma más fina de amar porque cuando escuchas estás expresando: lo que dices es importante, por tanto, eres importante para mí. Lo que dices tiene valor, por tanto, eres invaluable. Escucharte no es perder el tiempo porque tú vales más que mi tiempo. Pero si quieres en verdad amar a tu hijo tienes que hacerlo, no a tu manera sino a la manera de la necesidad de él«. Nada más cierto. Nuestros hijos tienen necesidades que ni siquiera pasan por nuestras mentes. Tenemos que estar preparadas para poder darles el apoyo y el consejo adecuado cuando ellos nos necesiten.
Espero que, al leer esta página, reflexiones. Que nunca tus hijos caigan en el pecado porque no hayas cumplido con la obligación de madre que Dios te haya impuesto. Usa el poder que Dios te ha dado, el poder del amor, el poder de la comunicación, la capacidad de observación. Conversa con ellos, escúchalos, aun cuando te parezca que lo que están diciendo es una tontería. Yo personalmente puedo decirte que de los aparentes «disparates» que conversaban mis hijos conmigo y entre ellos mismos, pude muchas veces descubrir grandes secretos y sacar grandes conclusiones que nos sirvieron para evitarles muchos y grandes problemas. Habla con tus hijos, escúchalos, dedícale tiempo y ora por ellos. Estamos viviendo tiempos muy difíciles. No permitasque, por falta de atención, observación y comunicación, el diablo los desvíe del camino y terminen destruyéndose a sí mismos como le ocurrió a Sansón.